Arrasa suavemente noviembre coronando una inmortalidad de Divas. El miércoles Vivien, ayer Amparo. Ambas definidas en el teatro y catapultadas a la gloria desde el lienzo blanquísimo de las pantallas grandes que se fijan para siempre en nuestras retinas.
Rivelles, Amparito, apellido de dinastía, Ladrón de Guevara. Querría haberla visto en persona en los Doré -Filmoteca Nacional- hace unas semanas en una jornada homenaje a Rafael Gil con la proyección de El Clavo.
No pudo ir. La sala estaba vacía por el fútbol y entre amigos se reivindicó esa tarde una época, un cine y a tantos profesionales que residen en un olvido forzado por el desdén de una época que no reconoce otro tiempo que el presente y un pasado mitificado.
Pero hubo un pasado real, brillante y fundante de un arte y una industria. En ese Pasado de gran celuloide con C con mayúscula de Cifesa se abrió la puerta a talentos dispuestos a reconstruir la moral de un país destrozado.
En ese olimpo -que los ingratos llaman con desdén «páramo»- se nos aparece Amparito adolescente dando vida a las Damas españolas, heroínas, arquetipos y mujeres carnales, personajes nacidos de la palabra de los mejores literatos.
Pero no sólo en el cine (que, egoístamente por popular, lanza al estrellato y expide certificados de inmortalidad definiendo quien es actor o no) hay que definir a Rivelles. Es en el Teatro, esa factoría, desde donde se forja realmente la actuación donde Amparo pulió el diamante de su talento con Sartre, Wilde, Mihura, Poncela, Cocteau…
Pero no para ahí, el arte de la actuación la lleva a la España del otro lado del hemisferio para investirse en «Reina de la telenovelas». Título mas valioso si cabe porque los da el pueblo.
De la grandeza del árbol genealógico hasta el reinado de telenovela, desde la España de aquí a la de allá, desde la tierra a la Gloria hoy nos deja, ante todo, una Señora.