Vuela la bandera en Madrid en mañana de fiesta en rojo, puente de viernes prenavideño. Vuela la bandera ante la firmeza de prohombres oficialísimos que visten de domingo y cruzan miradas con Colón ante un sol que ciega. La bandera sube como el pendón laico del pueblo y abre su vacío el templo parlamentario a entusiastas y curiosos recibidos por presidentes que, cual pastores anglos, saludan a niños posando con sonrisas de cartel.
Era el día de la Constitución, nombre precioso que se atraganta en convivencias sin marco pero marcadas, títulos octavos, derechos sin deberes diseñados por padres-padrastros de una patria sacrificada. Cumple 35 tacos y bajo su encuadernado articulado se deshace a cada minuto entre líneas ignoradas de “derechos a la vida”, “igualdad entre los españoles”, “lengua oficial”, “solidaridad entre las tierras de España”… siguiendo, burla, burlando hacia un cuplé triste quebrado en mojada partitura de “relecturas varias” que la dejaron tan abierta como estéril para determinar una cosa y la contraria. Papel magnísimo, en fin, proscrito en territorios y quemado en aldeas.
Llegan turistas de Ave a Chamartín y pasa el día en Madrid con ese sopor lento de las fiestas forzadas. Fiesta extraña, por triste, donde el personal aborigen busca puentes para tirarse al olvido y porque en España sucede que las fiestas que calan son de santos, procesión, caldereta y toros. Estas cosas de oficialidades mintiendo engolados entre dientes nos desconciertan.
Pero los santos existen en España y, aunque no se les saque en andas, seguirán volviendo a pesar del veto de los malvados.
Y he aquí que a las cinco de la tarde, hora de la verdad, circular de sol y tantas sombras, la fiesta se anima. Y no de euforia fácil de siesta y baile, sino de sentido y contenido. Esta parte de la fiesta no estaba en el programa oficial, tan silenciado por los sumos tecnócratas de la cosa que van a recogerse pronto con la borrachera de champanes falsos. La fiesta comienza de verdad en la Plaza de la República Dominicana, emblema, uno más, del Madrid con cicatrices, martirizado de doce héroes caídos hace nada y ya tan enterrados.
Aquí hay pasión y la bandera está en el pavimento, llevada en volandas alegres como una familia que extiende un mantel conjunto, para todos. La bandera aquí se toca y une en reunión fraternal a presentes y ausentes.
Es la hora de recordar, un día como hoy por favor, a los Santos de España. Por fin, a los nuestros. Los que están enterrados a paladas de olvido en libros de historia «memorizada», ocultos en las cunetas del tiempo negociado para dejar paso libre a antorchas que reciben a los que encañonaron sus destinos al compás de las campanas de iglesias pervertidas.
El establishment, decimos, está tarde no está ni se le espera, para honrar a los suyos. Tuvieron que venir sufrientes a Madrid a recordar, otra vez, quién es quién, reclamar la justicia y reivindicar la memoria. Aparecen en el altar los Portero, Ortega, Ordóñez, Abascal, …, apellidos de ramas genealógicas que se nutren de sufrires y corajes, apellidos diseñados en pintadas con dianas de muerte ayer y vilipendiados hoy.
Tuvieron que venir a las cinco de la tarde la España incómoda a mirarse de frente y señalar a los culpables. La España humillada por aquellos que firman traiciones y prefieren escuchar más la gramola sabida y pactada de Estrasburgo que al alma de su pueblo.
La España oficial no se une a lo mejor de la fiesta, hombre, vaya, y se quedan los de siempre, los que no pasan por el aro, los que no comulgan lo mismo que comulgan los prohombres. Se quedan a resistir los pringaos malheridos y dignos que está más allá de las fronteras de un sistema que no protege a los suyos.
Hay dos Españas, lo vemos a cada paso con diferentes etiquetas. Ayer vimos a la oficial y la real. Conviene que los primeros sepan, y recuerden, que en esta tierra sin procesión de sus santos ni permanente respeto a sus mártires no hay, ni habrá, celebración alguna.