Ayer fue un día de «finales». En la capital de La Meseta se recogían las luces de la fiesta, yo compraba el billete a Los Madriles y se cerraba el mítico cine Roxy.
Esta triple manifestación con que comienza Enero se producía bajo un sol picado post-resaca de nubes bravas. La ciudad desnuda de lentejuelas se queda vestida de decencia y rutina en un Paseo de Zorrilla donde el personal retorna a su ritmo dandy para bajar colesteroles y excesos. El paseo de las provincias merece un estudio aparte, nada que ver con Madrid, donde todos volamos a quinta velocidad con esa prisa que acelera las biografías entre cláxones y proyectos. Aquí hay un caminar zen de meditación introspectiva, liderado por parejas maduras que observan al prójimo y donde todo el mundo se conoce sin mediar palabra.
José Zorrilla y su musa siguen inalterables en su creación y tras saludarnos voy hacia María de Molina donde los cines Roxy se preparan para proyectar el último sueño en celuloide tras 78 años de vida. Una sede del festival de cine más importante de España – la SEMINCI, nunca me cansaré de recalcarlo – deja de funcionar y la fachada «decó» es un monumento a la posteridad en este fin de fiesta. Dicen que se va a abrir un casino, el que tienen en Boecillo, que se complementará con hostelerías y negocios varios.
Lo comento en las tabernas céntricas y un escepticismo sabio castellano de ceja torcida verbaliza: «un casino en el centro…», «muy visible…»… Es una forma de razonar muy «de provincias» donde todo el mundo se conoce como dijimos antes. «Aquí te ven dos días entrando en el Casino… y sales en el Norte«. Otra visión aparte de Los Madriles y las grandes urbes donde todos nos ignoramos veamos lo que veamos, que es mucho y nada.
Desde la ventana de la tasca veo que en la Plaza Mayor se produce el penúltimo desahucio del Portal de Belén, ya precintado, donde apenas queda un pozo de los pastores requisado por la policía y barrido por el equipo de limpieza.
Ya sin decoración alguna lo cotidiano invade la tarde y vuelven las televisiones propagandistas a disimular la ruina de España con sobredosis de fútbol para evitar suicidios masivos. Se acaba la primera parte de un partido sin historia y nos asalta un «parte» condensado con imágenes de corrupción y chusma procesada o sin procesar, españoles que no quieren serlo, titis de moda, asesinos por las calles y solo la Guardia Civil – dignidad – cumpliendo con su deber.
Vuelve el futbol con celeridad, como si nada, y la feligresía de los bares rompe un silencio acumulado cuando en su libertad de cuadrillas un castellano viejo hace su análisis del telediario como un aria de protesta. Lo dice sin acento, con rigor y con rabia acumulada. El resto le mira y se organiza un debate, el fútbol queda ignorado hasta tal punto que «El Lupas», el barman, apaga el rumor del maldito partido. La gente, por fin, milagro, habla de lo que pasa y la rabia es compartida en una barra que se hace una trinchera de antaño.
La filosofía en España -como siempre- se manufactura en las tabernas y (cuando había latín) en los templos. Me alegra ver en mi paseo a la Corte que lo-que-queda-de-España va reagrupando y organizando odios, aunque sea entre claretes.
Queda esperanza.