Se acabó el viaje, o mejor dicho, el turismo – que no es lo mismo – en esa oportunidad anual de degustar en un paseo entre pabellones lo mejor de cada sitio. Ha sido en FITUR 2014, en la Feria de Madrid.
Todo comenzó a mitad de semana, en los días fundantes donde los profesionales de la cosa manufacturaban el mundo en miniatura en grandes espacios. Entre semana todo era un enjambre de reuniones y acuerdos solo interrumpidos por presentaciones puntuales y visitas de prohombres seguidos por los chicos de la prensa a golpe de flash.
El finde, con todo rematado y pactado, los pabellones se abrieron a la gente normal y el ambiente se “informalizó”. Los consumidores finales aparecieron por IFEMA para darse un baño de mundanidad y deambular con globos y bolsas de diversos obsequios tras degustar comidas y bebidas, disfrutar actuaciones y asistir a exhibiciones y desfiles varios.
Uno empieza siempre por España, claro, que en estos eventos se viene a dividir entre Andalucía y el resto de los clanes que integran la tribu ibérica. Los del sur gastan un pabellón solo para ellos, pasa siempre, en FITUR y en las fiestas de mi pueblo cuando vienen las casetas regionales. Andalucía da para mucho porque todo en si es exagerado y alegre, y eso necesita un espacio vital.
En todo caso, mi visita comienza en Valencia persiguiendo la sombra del President entre fallas y azafatas desaparecidas por cláusula de voluptuosidad, para terminar en el museo del juguete bajo la atenta mirada de un click. En frente estaba Catalunya -con ñ elíptica- enseñando su mundo cerrado y absoluto a 360 grados virtuales. Me volví a encontrar en Galicia entre vieiras volantes y motivos celtas que dirigen su Camino para pasar a La Meseta con un grupo bailando claqué recitando al Tenorio y presentar las Edades del Hombre. El Greco de Toledo me saludó severo e Isabel La Católica se quería fotografiar conmigo por tierras de Extremadura. De repente Romay rompe el ritmo y me pasa un balón para encestar en una canasta colocada en tierras del Basque Country con V de Vascongadas.
Todo es intenso y agotador, intensidad de España que en sí – y se ve en estos saraos – da para toda la feria porque nuestra compleja tierra es como un continente en pequeño. Para reposar me voy a Melilla en su stand de playa y muro, azulejos y mestizaje. Me tiendo en las hamacas mientras veo en el horizonte a las Canarias con colores de trópico.
“Hay que ver mundo”, me digo, “no seas localista”, me levanto hacia el pabellón de Asia como Marco Polo pero se me cruza un representante de la España eterna. La boina roja es como un imán y el simpático Carlista me dirige hacia el Valle de Yerri donde nos hacemos una foto en la ermita de San Cristóbal.
Salto del monte a oriente infinito atraído por sonrisas geishas y protegido por un ejército de judokas, Tailandia a la vuelta de la esquina, sublimación de lo naciente. Cambio de tercio, puerta de ruedas que nos lleva al pabellón del Nuevo Mundo y entre conquistas de Américas y paseos por África termino, como no puede ser de otra forma, agotado y escéptico tomando chocolate en la vieja Europa de Flandes hasta que a la hora del vermut saludo a mis viejos camaradas de las islas tomando una pinta en Escocia y hablando sentimentalmente de Glasgow.
Es una sobredosis de mundanidad, requiere su tiempo. Entre las gafas de turismo virtual y las fotos de reportaje real tengo en el coco la aldea global unida en clave degustación. Esto es el mundo como arquetipo, digerible y organizado. Desde luego sería deslumbrante para los antepasados de-antes-de-ayer una experiencia semejante. Para mi árbol genealógico que conquistó Cuba o los que no salieron de su pueblo este escaparate del planeta sería impensable.
Pienso que realmente el turismo es exactamente esto, un menú degustación en movimiento de prisas para hacerte una idea de todo.
Sin embargo viajar es otra cosa y me acuerdo de los Ulises del mundo que viajan todos los días en paseos de 24 horas manufacturando desde su visión virgen un mundo nuevo en un palmo de terreno que, solo aparentemente, es siempre el mismo.