Me recuerdo golpeando alegremente un tambor ruidoso con mi sombrero “de vaquero” puesto y una gran sonrisa. Fue un poco antes de la operación de las anginas, cuando agonizando en la cama con muchos cuidados, un muñeco payaso velaba mi fiebre mientras me cantaba canciones de Fofó y Miliki.

También veo guantes de boxeo y “clicks de famóvil” por toda la casa. Tenía un “fuerte americano”, un ejército medieval y un barco de piratas. Con eso y ayudado por refuerzos de los geyperman de combate se organizaban las batallas más limpias, anacrónicas y desiguales que nunca se vieron en esta parte del Pisuerga. Los uniformes del ejército confederado se confundían con reyes medievales mientras los piratas asaltaban el fuerte o los vaqueros aparecían intrépidos en la proa mercenaria.

El transporte se hacía por Scalextric, vigilando las escobillas de los coches que siempre se desgastaban tan rápido. No pudimos cambiar de carril hasta que llegó la TCR y un camión lento lentísimo hacía una caravana tremenda en la subida hacia aquella endiablada curva. La pista loopingera electrizante y acrobática, y si no la diseñabas bien, el coche aparecía estallado contra la pared. También estaba este circuito donde conducías un coche hacia una gasolinera y podías cambiar de marchas. Creo que aprendí a conducir en esas rutas.

Un día nos levantamos y comenzamos a jugar partidas eternas con el “super ding ball”, que era la típica máquina flipper y dio todo un espacio nuevo a mi cuarto. En aquella época convivió con un futbolín magnífico que funcionaba con imanes. Recuerdo teníamos seis controles en cada lateral y el portero. Aquellos partidos no se acababan nunca y perdíamos la cuenta del tanteo hasta simplemente recordar la diferencia de goles.

En los descansos volvíamos a los juegos de mesa y la casa se llenaba de amigos tirados en la moqueta mientras observaban atentos la magia entrañable del tablero y todo era estrategia y ruido hasta que mi madre llegaba con la merienda e interrumpía con una sonrisa las importantes operaciones financieras que se hacían en el “Monopoly”, comprando casas y hoteles; o el “Petropoly” con sus torres petrolíferas y pagando fortunas si caías en Qatar y una plataforma roja y ajena te esperaba allí mientras tus amigos con gesto de notario te indicaban con mal disimulado alborozo lo que tenías que pagar. Pero qué decir de la “Ruta del tesoro” cuando los dineros eran tremendos “doblones” y “reales” agujereados y si te descuidabas… ¡te enviaban a galeras!

En esos juegos, llegamos a veces al momento mágico en que por extrañas alianzas terminabas por no pagar a nadie mientras dabas vueltas por el tablero alegremente con la única preocupación de que no te mandaran a la cárcel. Creo que mis amigos y yo terminamos inventando el anarquismo en un juego tan capitalista.

El tablero más grande que he visto, de todas formas era el del “Asalto al banco de Inglaterra”, donde los ladrones salían de las guaridas y tenías que hacerte con la dinamita y unos sopletes para asaltar el banco. Los polis te perseguían y si te capturaban ibas a la trena y el poli a comisaría. “La fuga de Colditz” era lo mismo pero con Nazis y prisioneros.

Otras veces éramos detectives pensativos e inquisidores que con prepotente satisfacción descubrían que la señorita Amapola había matado a un tipo en el cuarto de estar con un candelabro.

La gran estrategia continuó con el “Estratego”, “Sinai”, y más tarde “La batalla del Ebro”. Pero qué decir del “Risk”, donde un mundo ambicioso y de colores esperaba para ser conquistado y recibías refuerzos al conquistar un continente y tener cartas de caballería. Tirábamos los dados con ambición de General, y era tal el entusiasmo que entendí ahí que el azar se deja seducir por la ilusión o la ambición.

“El enigma de la Pirámide”era la aventura lírica que te hacía perder por laberintos y aparecer en la cima de una colina mientras te tiraban piedras por una catapulta ingeniosa. Después fuimos al “Saloon” para hacer ruido con el Banjo Poker

Pero la revolución llegó una noche de reyes cuando llegaron las maquinitas de comecocos y aquella azul y aparatosa en la que tenías que perseguir a un coche hasta arriba de la pantalla. Aquello fue la antesala del ZXSpectrum 48K, que supuso que mis amigos dejaron de tirarse en la moqueta para jugar y nos sentáramos en la mesa para que, con la revista “Micromanía” y un buen “poke de vidas infinitas” intentar liberar a las princesas atrapadas que aparecían encantadas tras la famosa contraseña Load “” Enter.

Jugamos tanto con ese cacharro que desde entonces no he vuelto a jugar con el ordenador. No se lo que es una Play Station…

Y podía seguir, créanme amigos, hasta completar mil páginas mientras me emociono escarbando en las ruinas de infancia, en el templo de mis cuartos con el recuerdo de mis amigos y mi madre trayendo los bocadillos. Era otra época, donde el concepto hiperactividad no estaba inventado, y las madres tenían besos para derrochar a cualquier hora.

Fue mi felicidad, mi tiempo mágico que me preparó para salir a las calles frías del porvenir y allí encontrarme con las palabras trascendentes y verticales que indicaban que la gente “seria” había hecho de la vida un juego diferente.

Pero para mí la vida reside en ese cuarto que espera para mis hijos, y algún día abriremos aquellas cajas polvorientas para cobrar vida en forma de risas, estrategias, cariño y unión.

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