Es un Madrid quebrado de granizadas en verano, colorín colorado de fiestas con carreras de tacones y descanso entre manifas. Es una mañana revuelta, que se despierta vestida en gris perla, tras noches quebradas de relámpagos.
Voy haciendo mi carrera matinal y católica, de la Concepción al Ángel Caído –por la tarde hago un paseo pagano de Cibeles a Neptuno– y, tras la Puerta de Alcalá, me encuentro al personal inquieto escarbando en el Retiro en movimiento inquieto de mochilas. No han venido a hacer footing, ni jogging, ni siquiera a correr. Están buscando tesoros, como antaño en las novelas de infancia, convocados por el divertimento de millonarios ociosos con gorra de beisbol.
El Retiro, jardín de las delicias madriles multiusos, hoy deja de arrojar ramas asesinas de sus árboles rotos para esconder riquezas que seducen a una juventud parada que explora mapas virtuales, como en una posmoderna versión de la isla del tesoro, ron-ron-ron-la-botella-del-ron.
Entre el cielo y el suelo, el ángel caído se retuerce a su altura de 666 metros entre serpientes y se convierte gozoso, hoy más que nunca, en el faro para el que fue construido. Las gárgolas expulsan bilis en su base octogonal y ríen ante el espectáculo.
Paro mi carrera mientras un chaval salta de alegría ante su éxito y me acuerdo de Jane Fonda danzando desde otras depresiones en la obra de Pollack “They Shoot Horses, Don’t They?” traducida, literalmente of course, al español como “danzad, danzad, malditos”.