– no me quedan churros… pero hay dos porras
– vale
La máquina estalla su alegría metálica y el chino se agacha para recoger con hábito la cosecha de monedas. La mujer de la barra levanta los ojos del periódico para observar de refilón, la catarata de riqueza, intercambiando la mirada por encima de las gafas de cerca con el camarero que sonríe cómplice.
– ¿me cobra, por favor?
A mi izquierda el parroquiano apura el cortado y se abre. El chino dobla los billetes del cambio, como si estuviera en una sucursal bancaria, y se va sin decir nada. La mujer cierra el periódico, ya tan gastado a estas horas, y tras pagar se va.
Son las diez de un día entre semana y el céntrico bar al que siempre he visto ocupado, se queda vacío. Los camareros se mueven enjaulados tras la barra y el más joven cambia inútilmente la posición de los platos con los dulces, haciendo actividad.
– ¡cómo está el tema! – vocaliza el suspiro el veterano –
– ¿muy tranquilo todo, no? – intervengo en la segunda porra –
– llevamos así días, es el bajonazo de Febrero, explica el otro.
– es que la gente ha recuperado la memoria, se empiezan a acordar de las deudas de las navidades, porque las tarjetas gritan
– ya te digo – rubrica su compañero –
– Enero ha aguantado pero febrero…ná de ná
En la televisión muda, inadvertida hasta ahora, un prohombre gris gesticula desde el Parlamento. Siento un aire frío en mi espalda cuando se abre la puerta, dejando entrar un soplo de viento helado que ventilar la soledad del bar. Un perro se queda afuera, observándonos recién atado desde los cristales dejando entrar un chaval envejecido con barba abandonada, chándal caído, guardando un cuerpo delgado de andares asimétricos.
– –¡qué pasa Tomas!
El camarero ya ha puesto la copa de balón con dos hielos y vierte el elixir transparente. Tomás mira al infinito y deja dos monedas en la barra, acaricia la copa como un cáliz divino y sale al exterior a fumar con su perro sin decir una palabra.
– ¿Me cobran cuando puedan?
Cortesía innecesaria, los dos camareros pueden al tiempo y dejo el dinero en el mostrador. Me incorporo y la televisión sigue mostrando al prohombre gesticulando los mismos gestos de antes, la misma imagen del periódico gastado y la falta de volumen le da un aspecto cada vez mas robótico.
– Bueno, hasta luego
Me despido y la puerta se abre al tiempo que Tomás entra para rellenar su copa. En la calle, el frio me hace subir el cuello del abriga mientras el perro me mira atento colocarme la boina.
Miro el reloj, faltan minutos para el Ángelus.