El gato, ¿dónde está el gato?. Llega el finale, se acaba el cuento y los rascacielos de Nueva York se convierten en cajas de pescado que decoran callejones. Los protagonistas, sin casa y bajo la lluvia, por fin se encuentran buscando a un gato sin nombre.
Empezamos hace dos horas desayunando en las calles solitarias de la capital de Occidente y terminamos bajo la lluvia en la parte invisible al glamour. La verdad cruda habita en estos dos extremos, dejando entre ambos espacios imágenes de rascacielos, apartamentos lujosos y fiestas alcohólicas. Todo habitado por la romería de una fauna humana de vividores, buscavidas y delincuentes en el occidente apolíneo de los 50.
Truman Capote lo conoce bien y lo desangra en el prosa poética. Blake Edwards lo maquilla en el lienzo de Hollywood para el gran público. Las apariencias no engañan, ambos hablan de lo mismo: la soledad y la ausencia del nombre. Un gigolo al que la protagonista llama como un hermano ausente; ella, una mujer de alterne que usa el apellido de un hombre que casó con 14 años y nunca amó. En fin, un gato al que se llama… gato culmina el triángulo amoroso. La mayor fragmentación del hombre es cuando se le mutila su nombre porque, cuando uno ama y es amado, su esencia es su nombre. El caso mas magnífico y brutal en cine sobre la ausencia del nombre está en «El último tango en París», peli tan malinterpretada como idealizada.
La dura historia del viaje de dos farsantes-entre-farsantes que sólo se descubren reales cuando portan máscaras robadas en una tienda y recorren abrazados la jungla del asfalto para casarse, simbólicamente, con un anillo de latón grabado en una tienda de joyas.
Hollywood hace glamour de lo sórdido y eso produce un efecto aún mas poderoso en esta genialidad sobre la soledad.
«We’re after the same rainbow’s end–
waiting ‘round the bend,
my huckleberry friend,
Moon River and me.»