…pero apareciste en la mañana, como un milagro inesperado (ya no hay milagros esperados) con tu camiseta gris y sin pintar, una diosita aria con pecas en pijama de domingo. Y el camino al aeropuerto se hizo corto y yo tenía la esperanza de que nos perdiésemos para encontrarnos en un bosque encantado. Pero no, llegamos puntuales y tristes, se paró el coche y nos miramos sin saber qué hacer. Tu hombro perturbador mostró su constelación de pecas y por un momento me quedé buscando a la estrella polar, pero temí perderme en el universo de tu cuello. Antes de abandonar el coche te rocé la mano de nuevo que habías quedado abandonada en la palanca de cambios. Ahora si respondiste y ambas manos se volvieron a entender en otro instante.
Salimos, yo con mi maleta azul a juego con mi tristeza, tú con tu camiseta gris a juego con el resto del domingo.
Y sin saber cómo darnos un beso, como niños sin saber besar nos dimos un abrazo. Abrazo que conservo y que cuido cada día, abrazo conjunto de calor, de olor de ti en nuestra mañana de domingo. Yo volví a mi maleta azul, y tu a la máquina de parking. Anduve hacia la Terminal, mas Terminal que nunca en paseíllo de horror y ausencia y, tras cinco pasos volví la mirada para encontrarla en la tuya.
Pero nadie se dio la vuelta, como en las películas, nadie dejó la maleta para volver y fundirnos en un beso con música de fondo y aplausos del personal.
No. Seguí mi destino dominical hacia el check-in desayunándome besos sin dar, atragantados, rota su vocación de nacer en tu boca, de perfilar las esquinas gloriosas de tu ser, de esculpirte en fuego escuchándote entre metáforas sin rima. No. Me les quedé conmigo para romperme la garganta y crear un mito en ese Olimpo donde viven eternamente los besos que no se acaban de dar.
Magnífico.