Con eterno agradecimiento

«Este año celebro los 40 años que llevo en el Colegio como profesor de música y director del Coro, la Rondalla y la Orquesta. Con este motivo quiero hacer un gran Festival con algunas cosas que hemos hecho en este tiempo: desde canción popular, pasodobles, zarzuela, el Cármina Burana o el Coro de Hebreos de Nabuco. Dicho Festival será el viernes 15 de mayo a las 7,30 de la tarde en el Salón de Actos del Colegio. Estáis todos invitados y sería una gran alegría veros por aquí. Vuestro antiguo compañero o profesor. Luis Cantalapiedra.»

CANTALAPIEDRA

¡¡¡MI-SOL-SI-RE-FA!!! ¡¡¡FA-LA-DO-MI!!

 ¡¡¡MI-SOL-SI-RE-FA!!! ¡¡¡FA-LA-DO-MI!!

 Toda la rabia y el salvajismo preadolescente de los alumnos se encauzaban en ese grito por habilidad inteligente de Luis Cantalapiedra. Consciente el hombre de que su asignatura era considerada una “maría” y que no era persona de autoridad, utilizaba la eficiencia jesuítica para que desde la barbarie lograr que aprendiéramos las claves de la música. Y lo recitábamos con fervor e inusitada fiereza, cual ensayo ingenuo de niños hiperactivos que más tarde invadirían España (hay que decir inmediatamente que en aquella época no había hiperactivos ya que los padres hacían su trabajo).

Era paradójico que el tono utilizado para aprender las tablas de multiplicar, esa procreación ciega de unidades frías, fuera más similar a una nana trance en contraste con la violencia marcial aplicada a las notas musicales. Pero claro, en el aula de matemáticas la autoridad vertical se adivinaba desde el umbral de la puerta, y no había mucho espacio para gritos.

Si, desgraciadamente la asignatura de música era una de esas materias consideradas “marías”, es decir, que aprobaba la mayoría sin hacer ningún esfuerzo. Música y gimnasia, en realidad. En los primeros años nos enseñaban a tocar la flauta, un instrumento complejo, quizá porque nunca lo tomamos muy en serio. Más tarde todo mejoró cuando empezamos a estudiar la historia de la música y escuchábamos las audiciones. El mundo de los motetes, madrigales y demás. La clase de música era un paréntesis a la educación tecnócrata y a la primera vez que entrábamos en contacto con la posibilidad de creación personal, aparte del dibujo, claro está.

Aprobamos las asignaturas, dejamos el colegio pero el germen que con tanta paciencia inculcó el gran Don Luis, quedó dentro. Tanto que un día me sorprendí en frente de un escaparate de una tienda de música tomando notas de partituras que intentaba tocar en la flauta. Más tarde los Reyes Magos me trajeron un órgano electrónico y comencé a dar forma a las notas aprendidas a golpe de entusiasmo y grito. No practiqué con regularidad pero siempre volvía al instrumento para intentar sacar canciones, para experimentar, para buscar inspiración, en fin. Recuerdo que en aquella época había una colección de música que se llamaba “Musicalia” donde con casetes y fascículos hacían un magnífico recorrido por todos los géneros clásicos. Escuché bastante música aunque mantuve un respeto y una distancia considerable con un género: la ópera.

Esto fue así hasta que me fui a vivir a Roma. Un día glorioso me fui a ver Aida y muchas coordenadas cambiaron. La ópera, el mundo de la ópera comienza con el olor añejo del teatro que se mezcla con el sonido de los instrumentos afinándose, el crujir de la butaca y la visión de las grandes cortinas encarnadas a juego con el carmín profundo de las señoritas estiradas. El mundo se resume en ese espacio y se amplía el Sentido en las horas en que dura el milagro.

Tengo que decir que Aida fue una gran elección para la primera ópera, para empezar a iniciarse. Y es así por espectacular en la historia y popular en la música. Recuerdo que desfilaron hermosos caballos en el escenario y quizá habría cerca de 200 intérpretes en el escenario.

A partir de ahí seguí interesándome en el género y empecé a comprar libretos. Creo que es complicado saborear una ópera, cualquier ópera sin saber qué es lo que está pasando en el escenario, sin conocer la trama. Muchas veces hacer de la ópera lo más hermoso o lo más tedioso no hay más que un paso. Me aprendí de memoria Rigoletto que sigue siendo mi favorita, por cierto: “Della mia bella incognita borghese….” es asequible, pasional y habla de tremendos problemas. No voy a decir que lloro pero siempre puedo sentir el resentimiento, la rabia, la pena y el dolor en muchas de sus partes. “piangi, fanciulla, fanciulla, piangi…”

En fin, seguimos con Verdi en versiones de Del Monaco hasta que en otro día glorioso, era navidad y yo volvía de Roma puse el CD que me había regalado un amigo de la Gregoriana.

Era “La Boheme” del gran Puccini. Hacía frío en la meseta y la luz de invierno entraba por la ventana. En el mundo infinito de mi habitación, los bohemios, ese gang ilustre, prendían fuego a las mesas para calentarse mientras burlaban al landlord para pagar la renta.

Mimí era delicada y tenía frío. Tenía la sonrisa hermosa y tísica, belleza de los románticos, diosa anémica de buhardilla. Luciano se acercó presto para calentar su «gelida manina» y todo tuvo sentido.

Gracias, Don Luis

1 thought on “HOMENAJE A LOS MAESTROS DE MÚSICA

  1. Cierto, McMurphy.
    Aún resuenan en mi cabeza, las notas de mi primera profesora de Música, allá en el Santuario de Ntra. Sra del Castañar, en la primera mitad de los sesenta del siglo pasado. Era la hija de nuestro profesor de Matemática.
    Desde entonces, y pese a que mi oído está tapado por dos abundantes pabellones auriculares, mi interés por la música siempre ha ido en aumento, pese a que otra profesora, en este caso más desabrida y más distante -salió huyendo para que no le reclamásemos las calificaciones, pues en mi caso fue la única asignatura que suspendí, entre las catorce que configuraban el primer curso de Magisterio del plan de 1967- me privó de la posibilidad de acudir a los campamentos de las Milicias Universitarias, por considerar la asignatura fundamental en mi carrera, pues su denominación era Música y su Didáctica», lo que podría haber cambiado mi orientación profesional hacia la milicia que fue mi primera opción.
    Los caminos de Dios, que son inescrutables, querido McMurphy.
    Los alumnos que recuerdan a sus profesores, se engrandecen ellos mismos, al homenajear a sus maestros.
    Un abrazo.

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