Hacía tiempo que no visitaba el castillo de Donnafugata. Ni siquiera sé cuándo fue la última vez, aunque sus imágenes me acompañaban en la memoria asiduamente. El retorno se produjo ayer, al comenzar otra noche de infierno que añoraba un frío de Septiembre. Me acomodé en mi butaca con un grupo anónimo de espíritus nostálgicos para rememorar la atmósfera de esa obra maestra de la literatura y el cine que escribió Giuseppe Tomasi di Lampedusa y filmó con su habitual grandeza Luchino Visconti.
Se apagan tímidamente los focos laterales para dejar el lienzo blanco iluminado inundarse de vida, olvidar el presente recalentado y recordar la eterna Sicilia con su geografía salvaje y superviviente. Donnafugata aparece como en un sueño entre las montañas, la mansión inmensa señorial que simboliza una época y custodia a una estirpe última. La brisa mece los cortinones inmaculados de las terrazas y empezamos a sentir un ambiente de siesta en la isla. La cámara nos acerca al monótono sonido de una plegaria en lengua olvidada que recita un grupo en extinción para funde con el sonido del viento suave:
“Ave Maria gratia plena Dominus tecum…”
La calma santa se sobrecoge por gritos provenientes de un mundo en llamas que anuncia que un soldado está muerto en el jardín, enviado por esa gangrena que es la guerra. El Príncipe de Salina no se inmuta ante los gritos, él es Señor sobre su feudo, su familia, su clase. Nadie se mueve, hasta que finalmente cierra el devocionario en golpe seco y se acaba la plegaria.
Ese soldado plantado en el jardín es el símbolo de que un mundo se acaba y los personajes se deberán acomodar a tal circunstancia. “Los gatopardos pasarán y llegarán las hienas y los chacales a usurpar su sitio”. El antiguo régimen, la clase, la bendición y salvaguarda de la Iglesia se acaban. En las fronteras del jardín, tras el cadáver, espera una burguesía ambiciosa e incipiente que aspira a ocupar los muros de Donnafugata. Llegarán con sus trajes de gala raquíticos, con su aspecto ridículo de campesino-con-traje-de-etiqueta, pero con el dinero joven y caliente y del brazo de hijas espontaneas con pecho populista destinadas a regenerar la endogamia rancia de bosques genealógicos en llamas.
El mundo de los bailes de las sangres emparentadas con los dioses ayer y la iglesia hoy se acaba. Llega la sangre joven y bastarda, la sangre insolente, cachonda y ambiciosa cuya transfusión invadirá derechos intocables. El proceso es imparable y el Príncipe lo sabe, cede, sonríe, vota, acepta el paripé último cuando no hay más salida que negociar porque sabe bien que la derrota está en casa.
La carcajada de La Cardinale es un antes y un después y me devuelve a mi adolescencia primerísima nutrida de mujeres imposibles. La carcajada vulgar, obscena de la campesina voluptuosa, lista y carnal que viene a destrozar corazones y protocolos. Ella es la abanderada, diosa moderna, de un pueblo ignorante con hambre de siglos. El calor avanza en el metraje y se nos muestras muertes, ambición, diplomacia y euforia.
Todo hasta el baile.
Un último baile crepuscular que trata de disimular el musgo que va invadiendo las mansiones, que calla las goteras, que invaden la fortaleza de la raza. Un baile último donde el calor con sabor a muerte nos empieza a asfixiar a todos hasta ver que el Príncipe baila, por fin, con la plebeya e inaugura así oficialmente una época donde él no tiene ya cabida.
El amanecer del nuevo régimen llega y los invitados piden café para volver al mundo. El Príncipe no quiere carruaje, necesita aire. Al pasar por las calles muertas de la isla conquistada alguien se prepara para recibir la extremaunción, se arrodilla, nos arrodillamos todos al ver pasar al Padre.
Está amaneciendo y ese amanecer traerá otra clase dirigente para… hacer lo mismo. Entre el silencio de las campanas y el picoteo de los gallos al amanecer nos resuena la frase himno de la obra:
“hay que cambiarlo todo para que todo siga igual”