Hacía mucho que no quedábamos. El reencuentro fue en un martes recalentado en un Madrid de julio cubierto bajo mantas de calor bajo grietas de rompimientos de gloria. Camino entre chinos con paraguas buscando sombras hasta que me porten al callejón donde habitan los sueños vivos. En su interior me espera mi amigo Kane, agonizando en su soledad de espacios inmensos en Xanadu para recitar su última lucidez en verso libre: Rosebud.
La sala me acompaña repleta con los fieles de siempre, ya familia nómada, y guiris asfixiados. Nos igualamos todos en el sueño con los títulos iniciales, minimalistas y presentados por «Mercury», la productora del maestro que nos introduce un titulo que ya es icono. «No trespassing», avisa el primer plano, y de ahí al cielo entre rejas que desemboca en puzle hacia el mausoleo de un hombre que perdió todo lo que tenía. La muerte es el origen y el destino, de infancia a infancia pasando por esa sombra vanidosa y espesa que se llama vida.
Charles Foster Kane, genio y figura, más vivo que nunca desfila bailando, gesticulando, mandando, amando, siempre lleno de si mismo durante las dos horas siguientes. Desde la temperatura de una inmortalidad compartida, nos hace acompañar su egoísta gesta entre claroscuros ignorando el calor de las calles. Las carencias del héroe van desde una madre entre la nieve – la enigmática Agnes Moorehead – a una esposa con biografía de desayunos y un hijo invisible, llegando a un finale de Diva fracasada, cantando una ópera imposible ante el ocaso de su vergüenza. Su triunfo recorre el viejo periodismo amarillo de titulares sepias de sangre, el nacimiento gráfico del poder de manejar la opinión en la Nueva York, cuna, capital y caos del occidente moderno, tan enfermo.
En las obras maestras cada vez se ve un aspecto distinto, en un viaje de la epidermis al tuétano. Citizen Kane es el retrato de un hijo único que busca un amor de madre, y entre que lo va encontrando va destruyendo lo que toca excepto un trineo que muere con él. Un hombre es su infancia, y el alma del desgarro queda en un micromundo de nueve enlatada en bola de cristal donde, lejos de ver el futuro, descubre su pasado, siempre más redentor. No sé si Mr Welles será el mejor director de la historia, en primer lugar porque los rankings no me interesan y, mayormente porque el autor ya canonizó 3 veces 3 a Ford para el puesto. Pera mí es mucho más que eso, Don Orson es mi director, un artista que va mas allá del celuloide y el único autor cinematográfico al que yo le adivino y entiendo los planos, el que más me identifico y el que siempre vuelve nuevo a mi mente.
Gracias, Rosebud.
Gracias, Almirante.