Se escucha algo distinto en Madrid. Entre el tráfico efervescente que gravita la Puerta de Alcalá se cuelan notas en re menor entre cláxones de prisa a y taco. Se atisban así himnos delicados por algún sitio pero no sé dónde, no acierto a verlo. Como encantado por el ‘pianista’ de Hamelín paso el semáforo y me uno a un corro de gente que posa como estatuas alrededor de una diosa de pelo rizado adolescente que reina sobre un piano de cola. Está absorta en su momento y las manos delicadas ralentizan el ritmo frenético de mitad de semana.
El cartel dice que “MADRID SE LLENA DE PIANOS”, por tanto debe de haber más, ¿dónde?
“Están a lo largo de Serrano. Desde Alcalá hasta el museo Lázaro Galdiano”
“Este año está mejor porque al estar en la misma calle es fácil hacer el recorrido. El año pasado lo pusimos en diferentes paradas de metro y era difícil ver todos”
Un aplauso interrumpe nuestra plática, parece que hasta el tráfico se ha parado escuchando a Chopin desde las manos de una belleza pelirroja.
Sigo caminando dispuesto a hacer la ruta. El sonido ambiente se eleva hasta que llego al Museo Arqueológico. Una mística de pelo blanco y túnica morada nos devuelve al cielo de Madrid entre acordes. El público es menor y encorbatado, las estatuas del Museo miran atentas, con un respeto inusitado el gesto de esta mujer.
Sigo mi camino entre la memoria que degusta notas recientes y la realidad de la calle hasta la Plaza Colón. La bandera se empieza a desplegar tras la mínima brisa y un joven tatuado y con gafas de sol acelera el piano con movimientos del siglo XX. Es un tipo adolescente, que si ves por la calle te proteges pero que aquí es un virtuoso. Lleva un pendiente verde y hace romper el aplauso en la nota final. Su madre viene a darle un beso, saludan y se van de prisa.
Les sigo sin quererlo. Vamos al mismo sitio, en frente del Corte Inglés de Ayala. El chico del tatuaje espera su turno impaciente porque otro joven, rubio y ensimismado, está haciendo variaciones. Los prohombres de la zona paran el stress escuchando esta melodía mientras apuran el sándwich. Por fin se acaban las variaciones y el chico del tatuaje se sienta raudo ante la mirada de su madre. El padre hace fotos y yo sigo el recorrido.
Un edificio con espejos me hace la foto sola. Aquí un hombre otoñal está solo acompañado por la mirada rubia de una mujer a su espalda. Toca lento y para ella sin saberlo. El cruce de calles hacia Martínez de la Rosa hace que el sonido del mundo casi sofoque el momento. El edificio de Generali devuelve la luz del sol y se refleja en la imponencia del piano. El hombre acaba, mira de soslayo a la mujer y se va tímido con media sonrisa.
Llego al Museo Lázaro Galdiano, que se supone que es el final y es mi sexta estación. ¿Me he pasado alguna? No importa hago foto desde el semáforo y me voy acercando al chico de negro que interpreta “mujer-contra-mujer”. Tiene gafas, aire intelectual y le acompañan tres fans y una señora.
“Bueno, ¿que toco?, pedir, pedir”
“Elton John”
“Los piratas del Caribe”
El chaval es dócil y humilde. Está agradando a sus amigos bajo la mirada de San Juan Bautista meditando mientras la mujer se acerca finalmente para hacerle una petición.
Esto es el final pero me he perdido una estación. Vuelvo hacia atrás por Serrano y el piano se encuentra vacío.
“¿Sabes dónde está la estación perdida?”
La chica se sonríe, me indica que debe ser en esta acera la siguiente
Cierto. Hay un carrusel de infancia perpetua custodiando grandes almacenes. Esta es. Un prohombre deja el casco a su mujer rubia, se sienta al piano y toca a Listz. Es un gran “finale”.
“¿Te queda mucho?” pregunto a la encargada de custodiar el arte.
“Hasta las 8, luego hay un concierto”
Deshago mi camino hacia casa y dejo de oír el sonido de la vida en motor. Me ocupa el ánimo los acordes de un paseo en un Serrano que, una vez más, se ha vestido de gala para despistar lo cotidiano en Si Mayor.