El mundo se esconde tras la niebla al salir de la estación, como cuando llegué. En este camino de vuelta, el tiempo se deshilacha en velocidad cansina de parada en pueblos mientras los vagones bambalean el sueño inquieto de domingo que se desploma en imágenes que trato de ligar con metáforas.
Entre la colección de instantáneas predomina la que ha desaparecido hace minutos al otro lado de cristal empañado aunque sigue presente en mi mirada, estampada a fuego en mis neuronas. Retrato encarnado hace dos días, desde una ilusión nerviosa e ilusionada cuando, en anhelo de mi espíritu par y libre, al bajar dos banzos de este mismo tren, apareció en el andén con su sonrisa rubia en rojo melancolía.
«has traído bastón para caminar. Tenía dos en el coche, por si acaso»
Fue un abrazo de encuentro, complemento de vida entre dos almas gemelas en conquista de espacios propios en la Patria Eterna. Intimidad que se abre entre carriles al espacio y tiempo, estirándose desde una inmanencia nacional de asfixia. Me reconozco en su mirada paseando entre susurros y baldosas por una Historia de contrarreforma acompañados de amigos comunes: Unamuno, Fray Luis, Francisco de Vitoria… que bendicen desde pedestales solemnes un encuentro que cantan la alegría veterana de tunas rojas entre guitarras. Comenzamos entre el Edén pétreo paseando lento, como ayer y como siempre, vals propio entre una niebla que juega con un lazarillo que observa pícaro en la entrada del puente.
Inauguramos así un Presente Absoluto que explota en colores al alba de una Natura sin fronteras. Su profundidad de elementos dibujan un campo charro de encinas y bravura que se hace silueta inesperada entre ramalazos de luz tenue como el primer día de la Creación. Al grito de “Santa María del Camino protégenos” levitamos hacia el horizonte entre destellos difíciles para atravesar una alfombra de hojas de roble y agua de cristal. Nuestro paseo hace temblar un planeta que cruje gimiendo desde un puzle roto de figuras pardas que dejan pétalos sueltos. La luz se abre camino entre el milenio de árboles para dorar su pelo de bajita con autoridad que se mira asombrada y niña en espejos de agua que la descubren princesa con bufanda. Seguimos la vía señalada entre ramas quebradas desembocando en calles estrechas donde un humo de hogar ofrece un aroma de castañas.
La Alberca se destila así, explicándose en cerámicas que encierran símbolos bicéfalos de unión y fecundidad, de peces paganos entrelazados con los que navegamos en mar laberíntico hacia una iglesia de púlpitos policromados. Entre lápidas y bendiciones de corazones sagrados, la pila bautismal nos abre la puerta hacia mesones de buen vino donde manos minúsculas se calientan al compás del calor de confidencias.
El hogar de aldea nos despide en nebulosa que reposa hacia un mundo nuevo que aspira a alzarnos para observar el Eternoretornismo fluvial que desea crecer en círculo, rodeando una coqueta arboleda que se deja querer ante la vista de una sierra que aún sostiene una corona de sol.
La Vida es un refugio con chimenea, cuyos leños alborozados desafían un pueblo de frío y caminos verticales, con vecinos de acento fuerte que se cuentan historias entre hogueras y pancetas de vino. Noche dichosa y espesa guiada entre faros de tizones que observan como vigías fieles hasta el amanecer.
Profundo, más profundo, hacia dentro aparecemos en el Reino donde habitan las inteligencias puras que explotan de amor en tronos de hierro. Cotolengo santo donde el sacerdote latinoché con gafas intelectuales bendice inocentes recibiendo señales asimétricas y sentidas dibujando eso tan tremendo como la Cruz, envuelta en amor. Nos rodean entonces besos de legión angélica que se van acercando desde su monólogo sagrado comunicando sonrisas en muecas de niños que enseñan cada día a sonreír.
Un San Miguel atlético irrumpe de pronto. Llega como un gamo inaprensible y sus alas nos muestran casas míticas donde se entra agachándose para entrar con la reverencia de reclinatorios rurales en pesebres donde Cristo está naciendo todos los días. Notamos su mirada entre humos que secan castañas asadas por maestros de facciones marcadas por la vida, manufacturadas por la tierra.
Salimos a la luz, ya deslumbrados, santificados de humo y corremos libres así, entre reflejos del cielo y sintonía de aguas violentas que caen sobre sí mismas hasta su origen y fin. Génesis oculta por el sol, solo iluminada por el guiño de una luna vertical y helada. Se bautiza así la tierra dura cayendo la Gracia radical desde un infinito entre un volcán y suspiros de Dios. Corremos de alegría entre perfiles de peligro con sonrisas recuperadas que reflejan las cámaras y las miradas.
Ha pasado una jornada y el triunfo se celebra en festín de arcos que unen Castilla y Extremadura entre paredes de piedra, madera y barro. Al salir nos despiden la sonrisa de querubines dándonos la bendición con gesto barroco mientras sus ojos ya gritan el retorno y la bienvenida cuanto antes.
Y no hay niebla, solo hemorragia interna de tormenta emocionada que nos lleva a cantar el sunday blues en las almenas de nuestros castillos de otro tiempo. Ciudad Rodrigo es un puente que une mundos entre manos entrelazadas de tantas vidas. Va cayendo el sol en la vigía y el mundo amenaza con ser domingo. Lo ignoramos y seguimos nuestro viaje desapareciendo en el silencio rico de nuestra noche propia.
Se mueve el tren y me entra el pánico. Junto mis manos al cristal para ver si sigue ahí, inmortal, pequeña y musa. Golpeo besos en el vaho y dibujo su silueta en el cristal. Sonrío lo más fuerte que puedo. Entonces me retiro discreto hacia mi mismidad dejando el perfil de mi mano que ya oculta mis lágrimas de ausencia.