Las pestañas de La Loren apuntalan la vista hacia Santiago. La mirada de la Diva es seductora, la del Santo feroz. Ambas letales. Desde la altura del gesto guerrero se me muestra un Templo blanquísimo que, vía hacia la tierra, se va trasmutando en nuevas referencias. El Cielo de cúpulas transmite la luz de esta mañana de Noviembre que se va esfumando ante los focos de un templo que se desacraliza en Olimpo de murales blancos donde cuelgan modernos dioses del celuloide.
Tras mi plegaria reaccionaria – para mí las iglesias no se pueden travestir laicas por desamortización alguna – debato entre el arte y el Sentido mientras me coloco la bufanda bajo el guiño amistoso de Von Stroheim. Mi inercia natural quiebra mi camino siempre a la misma orilla: desde Simone Signoret a Sofía me secuestran del intelectualismo obligándome a sacar la cámara y empezar a ver.
He entrado en el Convento de las Francesas desde el cebo de una foto en blanco y negro de los 50. Pose de época, para la historia desde un clasicismo puro de la cinematografía. De ahí a mi izquierda camino entre pilas con cruz de Santiago bajo una corte de nuevas miradas francesas, desamortizadas en penumbra y descubiertas en actrices. Un pasillo de artistas de esa tierra acogen la sonrisa excepcional, excesiva y fraternal de un Lancaster retratado en estilo Hollywood de sonrisa happy-end que deja en sombra a un Jean Gabin que se esconde en el claroscuro de los puertos de Marsella. Cerca del altar se nos aparecen por sorpresa tres pin up cuyas medias enrejadas marcan los ángulos de la prisión del fotograma. Al otro lado del púlpito la Bardot estira pierna y media sonrisa con boca ligeramente entreabierta en la que desemboca el susurro o el beso sugerido. Rubia y gabacha, conjugación de vocablos que me hiela los instintos para reanimarse, súbito, en mi paseo de invisible alfombra roja, cuando la mirada fija de una Cardinale desafía al grupo. Las latinas miran, y las féminas del mediterráneo para arriba simplemente se dejan ver.
El Gatopardo se resume en Delon dando paso a sus perfiles, todos perfectos, desvelando el rostro exacto para un mito que hoy cumple 80 años donde, un pobre Belmondo a su flanco, desvela el gesto de palurdo con orejas desabrochadas que es. Alguien me observa, ojos que lo ven todo y que traspasan la visita y mi atención: el animal más bello del mundo, muy lejos del altar, en su rincón esquinado me traspasa para exigir la condición de reina de la fiesta. Ava consigue ruborizarme. A mí.
Me paro intentando alzar la mirada poco a poco. Y es que pertenezco a mujeres en blanco y negro, lo sé. Arquetipos en carne y fuego, barrocos y fatales que me dirigen en éxtasis hacia una sillería del XV donde residen los genios. Desde lejos ya he divisado a los míos: Federico de espaldas y Don Orson fumando. Junto a ellos, De Sica cierra tanto talento acumulado.
Doy una vuelta más, entre pilas de agua bendita, púlpito y altar para ponerme en contexto. ¿Se pueden hacer fotos? Si, sin flash. Coloco la cámara más abajo para sacar todos los gestos torcidos angulando el firmamento de la cúpula. Las caras van adquiriendo sentido y sólo resisten mi mirada Sofía, Claudia y Ava ante un templo cuya verticalid eclipsa foto alguna.
Sonrío, me santiguo en el pensamiento y en gesto bautismal ausente de agua. Saludo a Santiago me voy a pasear en el claustro anexo pisando un laberinto de tabas animales que sinuosamente se dirige a Oz entre recuerdos de monjes que pasean su eternoretornismo en la capital de Castilla.