Se sirven copas de empresa a la hora de comer. Es un bridis hacia el sol por el triunfo desde los medios de LosMadriles ante un público vestido del mejor episodio de Mad Men. Comienza así un viernes festivo, preludio de fin de época. Desde las ventanas observan los carteles sonrientes del Gran Hermano. Representantes de un solo ojo que no sonríe, pero se encarna en las farolas que iluminarán mas tarde el neón carmena-carmesí que espera encendiéndose en la Villa. Se brinda como se brindaría en el Titanic, con risa floja para olvidar y la mirada puesta en eso que se llama “ilusión”, vocablo que sólo en lenguaje patrio alude a algo real. Brindan las mujeres con sus vestidos pulcros y muñecas frágiles ante hombres de corbata, ya ligeramente suelta, mientras escuchan las palabras de un prohombre agradecido de engolamiento estudiado.
Se sale antes a la urbe, donde restaurantes acogen a similar especie con idéntica sonrisa, griterío cuyo volumen que se va mezclando hasta ignorar el sonido vietnamita de los helicópteros de Colón. La clase obrara se mezcla así fraternal, en fiesta de víspera. A la tarde los comprometidos se van organizando en sus colores y pueblan teatros y verbenas. Unos corean himnos, otros escuchan la utopía on the rocks, otros toman chocolate con bufandas naranjas ante guiris risueños que aplauden por aplaudir. La Gran vía, unión de mundos, refleja fases lunares que se vuelven lunáticas ante la ausencia de Reyes Magos dejando una calle sin sentido. Carretas se llena de regalos y prisas, pasando ante meretrices jóvenes que miran el móvil con un ojo y deslumbran piedad con otro. Sol deslumbra con su árbol de lotería haciendo pasillo romaní con números de Manolita, treces y quinces, tengo el gordo, compren.
Y cae la noche en las Moncloas bajo un mirador que preside un pasadizo de carriles abandonados donde sombras jóvenes estáticas con botellas y marihuana dan la bienvenida a las fiestas de la ciudad intelectual. Allí los cachorros gritan por instinto a la vida y la adolescencia prolongada viste tacones cercanos mientras van cayendo entre risas mostrando su virtud ya tan marchita. La ciudad enloquece de utopía celebrando el maravilloso espectáculo del ahora o nunca, gran finale, preparando su cerebro aturdido de efervescencia coloría para eso que llaman “reflexión”, que es una meditación hacia adentro y que decora un pensamiento LSD mezcla de fucsias que despertará en otro día de la «ilusión»