Entre las medidas urgentes de gestión del caos en la política nacional, se ha decidido mandar a los chicos de Podemos a la parte alta del Parlamento. El casi equivalente al llamado “gallinero” de los teatros, ha supuesto un disgusto para el grupo. Sobre todo tras la alegría de la sesión primera donde, el acomodador les colocó en butacas de lujo. El gallinero en mi época era donde se situaba el público con menos posibles, dejando a las clases pudientes y vips, en las primeras filas. Los dueños y afines tenían sus propios palcos, de butacones fucsia donde, pasando de la obra, se fraguaba la vida entre movimientos de abanicos y catalejos “impertinentes”, forjando desde el cotilleo la intrahistoria de la función.

Yo iba mucho al gallinero en mi época anglo en Bristol, al mítico Old Vic para asistir a los estrenos. La primera obra que fui a ver fue una del gran Wilde, “the importance of beign Earnest”. Era una representación de estilo clásico pero, lamentablemente, secuestrada desde el mito gay, creando un amaneramiento innecesario de los personajes. Y es que Wilde, autor manipulado por malentendido, se representa ya siempre etiquetado y fetichista por el lobby. El gallinero era muy cómodo, y es sabido que muchos profesionales de la crítica apetecen tan localización. Les ofrece un cierto anonimato y una visión más amplia de la obra para realizar un análisis más frío. incluyendo un factor técnico tan importante como es el sonido.

Entre ambas partes, la crítica y el pueblo se consolida pues tal zona. Es extraño, o no, que los chavales de Podemos les moleste su nueva ubicación. Se ve con este gesto que es una generación con pretensiones de primer plano, más a gusto cerca de la tele y sus platós que del teatro que allí se ofrece, quizá porque ya se saben la obra bien y pasan de ella. En la época dorada de las óperas, el pueblo se pasaba el día entero en tales alturas, más a su aire, asistiendo a las representaciones portando la comida del día e incluso coreando, con los cantantes, las piezas más sugerentes de la obra. Así, entre botellones y gargantas rotas, se abría la alegría de la calle coreando el “la ci darem la mano” cantada en coro alegre como si fueran los ultras del Atleti. Afición, con diferencia, con más repertorio de cánticos del fútbol patrio y encima bien entonados.

Pero esto, parece, que no atrae a nuestros jóvenes rebeldes. Hubiera sido una gran oportunidad para aprovechar la ubicación, disponiendo de mayor privacidad para, se me ocurre, cambiar los pañales al niño, echar una caña, o protestar ruidosamente con mayor efectividad desde la acústica efectiva que viene de las alturas. Sobre todo en una representación como la que se anuncia en estas legislaturas “finale” de ópera bufa y bronca, con partituras improvisadas, tenores y sopranos con un pie en chirona y amaño en palcos.

El teatro ha cambiado, claro, y ya no es el de mi Bristol con Shakespeare ni las Operas con Mozart. Estamos en la vanguardia experimental del último siglo XX y los protagonistas: autores, actores y público, pasan de escucharse a sí mismos. Todos quieren asaltar el escenario para su monólogo del Club de la Comedia, acercarse al minúsculo atrio para mentir convincentemente dando una buena cara al plasma, que es lo que mola. La mátrix está así a punto para los de fuera: el Parlamento y Gran Hermano se unirán en Sálvame en prime time.

El gallinero, despreciado, es lugar de pueblo y crítica, por tanto con vocación de vacío porque, en fondo y forma, ya no existen ninguno de los dos.

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