Estoy velando la agonía de Enero en palacio. Hoy es 31 del primer mes y ayer fue Nochevieja. Escribo desde la mesa donde un recuerdo de uvas y campanadas daba la entrada a otro dígito. No me acuerdo de cual, otro. Se acumulan los años en velocidad de efervescencia al compás de otro descorche, configurando un pretérito acumulativo de uvas, brindis y besos que se confunden. El pasado así se llena cada vez más aprisa creando un socavón de recuerdos que no sabemos ya donde colocar. El presente se desvanece veloz, como siempre, pues sabemos que es el único tiempo al que solo se accede desde la muerte, dejando un futuro imperfecto con dialéctica interrogante.
Pero la cuestión es la velocidad del tiempo, ese daño colateral de la materia. Decía nuestro inolvidable y añorado Papa Ratzinger, en entrevista a Peter Seewald que él no creía que estuviésemos en el final de los tiempos. Sin embargo sí que advertía la precipitación del mismo, como en un reloj de arena al que le queda poca arena. Así uno puede ver impotente el paso de cada grano, no como cuando está lleno que, en paciencia, sólo se puede vislumbrar el cambio de volumen. Ahí está la clave, del volumen al grano hay un cambio de actitud. El tiempo se va de las manos, lo vemos, y la desesperación acude a nuestro corazón. Los espejos reflejan ya arrugas más visibles, tics incomprensibles, ojos de luz pálida. El espíritu moderno arregla el problemón del tiempo del espejo a través de convertirse en máscara. Las modelos y los prohombres se operan para, sin saberlo, embalsamarse prematuramente matando la espontaneidad y posando para el vacío como faraones sin Egiptos. Se prefiere posar zombie, sin arrugas ni gracia, que sonriendo la risa heredada que agrada al equilibrio natural. Pero el tiempo sigue puliéndonos a cada tic, a cada tac, en música pegadiza que nos recuerda el paseo hacia el destino. Mi carrillón se hace presente a mi izquierda, dándose por aludido, y tengo la tentación de levantarme y tocar el péndulo para dejarle ahorcado e inmóvil. Entonces se haría el silencio y una ficción de eternidad surgiría. Pero es falso, claro, el reloj de los antepasados se quedaría mirándonos, preñando las horas en silencio, lenocinio de madera que espera revelarse pronto con minutos bastardos.
Ayer, sin ir más lejos, salía con Nuria al centro de la capital. Habíamos quedado a las 8 y volábamos por Zorrilla. Tras un rato mi reloj mostraba las 8 y 20 mientras entrábamos en nuestra plaza. Comenzamos a recordar los tiempos de gloria y, tras unas cuantas paradas, miré el reloj que seguía terco mostrando las 8 y 20 haciendo por una vez que la metáfora del tiempo y la realidad se ajustaran. Cierto es que, en compañía de los tuyos se quiebran los minutos, viviendo un presente, imperfecto pero presente, facturado entre la atención total al instante y la memoria que nos refleja el entorno. Sin embargo esta vez se hizo real con la parada sabia de mi Lotus.
Cuento este rollo relajado, llenado páginas de un blues de domingo sin tema. Podría estar desvariando así hasta la alta madrugada, y sólo sería, en el fondo, una necesidad de parar el tiempo de la única forma que se. El carrillón da una campanada y suena al fondo del ala norte una campanilla que invita al sherry antes de la cena. El tiempo resucita pues por campanillas y timbales, dando el cante. Veo que es mejor dejarlo, cerrar aquí el instante y acudir a tomar un ágape para brindar con un tercer sonido, el de las copas que, incapaces de derrotar el devenir, se rinden de forma dandy sublimando el absoluto y celebrando la derrota.