El vermut es un placer. Uno de los más grandes que la existencia me puede conceder. Goce mayor si se produce entre semana, a destiempo, avisado a última hora… improvisado, en fin. Los avisos llegan ácratas para romper rutinas, destrozar planes, quebrar como un milagro la burocracia vital en que se encuentra encerrado el milagro oculto de lo cotidiano.
Todo comienza con un grito eléctrico en el móvil, le sigue una voz de ritmo grave que se va desvelando en recuerdos de amistad. La pausa es abrupta, el horario responde un “no puedo, no hay tiempo”… pero el tiempo, como todo, se hace, se manufactura, se busca, te busca. Cuelgo el auricular con una negación de posponer la cita. En el luto pienso, analizo, gestiono, reajusto y llamo en rescate de las horas.
Velázquez in Excelsis, blanco, con gris de gotas amagadas. A prisa me sumerjo en una taberna gallega, diseño de catacumbas en ladrillos y pasillos con mesas tempranas. La espalda de un hombre con sombrero habita la barra, entablando plática con un camarero español del otro lado del hemisferio. Saludo, y se vuelve la silueta oscura enseñando un rostro de facciones limpias, iluminado desde focos indirectos e insignias en la solapa. Pido caña, llegan tapas. La conversación fluye desde el flujo del pasado perfecto de la afinidad – con los amigos se evitan prólogos y obviedades meteorológicas. Dos españoles hacen España, y esta entra al trapo en análisis, disección, amor, tragedia… Diego es maestro y se explica con las manos y ojos claros, en volumen bajo de verdades cuyo susurro retumba bajo la tierra. Otra caña, más tapas, viajamos en cuarenta años, que no son nada, o todo. Estos últimos nos han llevado a esta taberna, enterrada en el Barrio de Salamanca para ser entendida entre sus ruinas.
Salimos a la luz existencialista en paseo hacia el núcleo de la barriada. El blanco del cielo se va haciendo gris y no lo notamos hasta que se contrasta con los ángeles de la Concepción. Nos bendicen al paso alegre para cruzar la calle. Subimos sin darnos cuenta, pues Goya es una cuesta amable, hasta la cúspide del Abuelo. Su barra infinita y tapa de arroz nos lleva de España a los Concilios. Empezamos a hablar aquí en latín del caos de la Santa Madre, para que el lamento sea más culto. Nos purificamos frente a la visión de morcillas atónitas en sus jaulas de cristal. Aquí Diego se sienta, lo que produce que sus manos sean más visibles en su discurso. Es un profesor que declina hechos, sentimientos y dolor. Concluimos, ya lo sabíamos, que tenemos los mismos males y brindamos por la cura.
Pero el tiempo vuelve, regresa con sus horas impertinentes. Nos expulsa a la lucha, paseo inverso, y caen gotas, que Diego ignora desde su sombrero. Llega el último semáforo con su “hasta luego”, nos bendecimos con un apretón de manos mientras le veo atravesar el paso de cebra en su silueta neta como el protagonista de «solo ante el peligro».
Mil gracias, Almirante.
Es todo un honor haber sido objeto de tanta atención como para merecer este magnífico artículo, que es más debido a tu saber hacer como escritor y a tu bonhomía de hombre de la eterna Castilla, que a mis dudosos méritos.
Mil gracias.