Regreso al aeropuerto de Ciampino. A ese arco inaugural de mi puesta de largo en el mundo allá en el pasado siglo XX. Observo que aunque han cambiado las salidas y pintado las puertas sigue oliendo igual. Huele a Roma, a Italia; huele a pizza y a café. Huele a vida.
Paso el control de pasaporte, se abre la entrada automática y veo a mis compañeros apoyados en una mesa rodeados de maletas mientras apuran un capuchino. Hay besos de cariño y un abrazo silencioso lleno de sentido. Me piden un expreso mientras mirándonos despacio nos ponemos al día sobre nuestras biografías.
En nuestra ruta por los pueblos de Molise observo que un olor de santidad va invadiendo el ambiente mezclándose con el aroma de pasta aldente, formaggio y ricotta. Y es que sólo en Italia se produce esa fusión tan perfecta entre lo sublime y lo cotidiano, ese progresivo acercamiento de los dedos divinos y humanos tan bien representados en la Capilla Sixtina hasta casi producirse un choque de saludos entre las manos de Dios y el hombre. Así en Venafro me paro para retratar un cartel inmenso de esquelas mezcladas con anuncios: la noticia de la muerte del amigo y el anuncio del próximo circo en la ciudad comparten espacio público. Y ambos están en su sitio.
Comemos y el perfume de gloria explota su presencia en San Giovanni Rotondo. Al abrigo ardiente de las llagas del Padre Pío de Pietrelcina, una multitud de peregrinos nos cobijamos para dar gracias y pedir por los nuestros. Pasamos por la iglesia y el convento hasta dar con las celdas de los padres. En cada una hay una inscripción y yo me fijo en la última: “La croce è sempre pronta e ti aspetta dovunque”
Amanece y un sol tímido entra por la ventana. Desayunamos y vemos que nuestro coche sigue impecablemente mal aparcado. Nos felicitamos por ello. Hay que despedirse de Chiara y vamos a su iglesia, “hay misa” dice un guardia bonachón. En una capilla un grupo de monjas minúsculas, hijas de la santa entonan un cántico que nos despierta para hacernos entender muchas cosas.
Assisi va cuajando en nuestro recuerdo mientras La Toscana se esboza en nuevos perfiles. El viaje comienza a adquirir una dimensión de curvas que nos emocionan demasiado. Tomo pócimas como un poseso hasta que mi conciencia se acuna entre la vigilia y el sueño. En ese tránsito escucho al copiloto leer con modulación y entrega la vida del Padre Pío y su maltrato por algún Papa buen-ista. Sólo interrumpe la lectura entre curva y curva para, mirando al horizonte, lanzar comentarios hirientes, crueles y sarcásticos a la conductora. Una vez satisfecho con el efecto producido, sonríe con un rubor de diablillo miope para continuar todo serio la lectura del santo y del amor cristiano.
PIERO
Ya está aquí. La Toscana con su sol y sus leves colinas muestran un séquito de hombres que nos saludan desde el fondo de la historia. Al frente de todos ellos otro Pío – segundo- el Gran Piccolomini interrumpe su sermón para bendecirnos desde su trono e indicarnos el camino a la ciudad perfecta, a su ciudad. A Pienza.
En el enjambre de pueblos de la zona encontramos una calle cubierta de cruces que desemboca en un museo. Tras el portalón, una pared llena de vida nos muestra un par de ángeles con calzas verdes y rojas que, mirándonos fijamente, descorren un telón para mostrarnos el acontecimiento. Es una Madre Mesetaria renacentista a punto de dar a luz, de enseñar la luz. Mira hacia abajo y su mano delicada señala con gesto mínimo el telón fundamental y leve de su vestido azul que oculta el vientre. De ahí saldrá el Hombre. Aquel que rasgará vientre y conciencias para darse de bruces con el mundo, abrir la Historia y señalar por fin el camino que desemboca en la Eternidad. Esa mujer parece pensar en todo eso, mostrándonos a la par rasgos de Madre y de Madonna.
Piero della Francesca nos espera en el aparcamiento con media sonrisa y parece satisfecho al ver nuestra emoción. Viene con nosotros para continuar la vuelta: Monterchi-Sansepolcro-Arezzo en un día para saturarse de obras maestras en ciclo: Madonna-resurrección-Vera Cruz. Ebrios de tanta belleza nos retiramos al Monte paseando entre puertas inmensas de ciudades amuralladas.
Es el día de San Pío. En San Gimignano un grupo de mujeres del pueblo nos esperan para el sacrificio de la misa. Estas mujeres sostienen el mundo y es reconfortante saber que todavía en algunos rincones se sigue entendiendo la misa como sacrificio y no como esos festivales asamblearios de banquete y guitarreo en que ha degenerado. El sacerdote insiste en el cambio personal: «coraggio, fede e determinazione«. La Dolorosa nos espera a la salida, rezamos con ella y nos vamos. Amén.
Se pasan los días, el tiempo sigue royendo implacable nuestro destino. Estamos saturados de belleza y la melancolía empieza a atisbar el horizonte. Seguimos en el coche entre biodraminas y curvas, con la mente llena de Santos, Papas, Artistas y sus obras. Seguimos en silencio volviendo hacia el interior de Umbria, el corazón de Italia, puro centro de sombra verde y lluvia desesperada.
Y llegamos al final. Lazio nos espera. Al fondo del camino un pueblo nos ofrece una visión del futuro cercano: implacable en su colina le rodea la nada. Un terremoto le apartó del mundo y se quedó solo frente al cielo. Solo se accede por un túnel. Es la imagen de lo que va a pasar, la fortaleza amurallada e inexpugnable que quedará cuando todo desaparezca.
“A mis amigos. Gracias”