Crispín se ha perdido saltando de balcón en balcón. Es un gato negro, de pelo largo y con una cola ancha de mucho pelo. Tiene chip. Llamar y se recompensará.
El dueño acaba de poner el cartel. “En la baldosa”, indica el dueño del bar, tras acceder al permiso. Se coloca con mimo, muy visible a la izquierda de la entrada. Cuatro tiras de celo para colocar un gran retrato de la pérdida y todo tipo de indicaciones en azul negrita. “La nuestra desapareció también” me dice desde la barra entre pilas de taberna. “Cuando estaba en celo desaparecía, la tía, y regresaba tras un tiempo preñada. Pero un día desapareció para siempre, seguro que algún cliente la cogió y se la llevó, el cabrón” comenta con un gesto de nostalgia sin mucha tristeza.
“Pues este está capado, le da por estar saltando entre balcones todo el día y quizá se ha caído y se le han llevado, no sé, macho. Alguno que no sea supersticioso, claro”. Comenta el viudo que Crispín está capado y parece que desahoga su castidad en saltos inútiles por las alturas de la barriada. Miro a la foto y es perturbadora. Parece una mezcla de photoshop y pose snob. Crispín mira fijo a la cámara y parece dejarse mirar desde un fondo blanco de estudio. Me fijo y el gato inspira todo menos castidad, se le ve una escuela de coqueteo extraño, posa como los pavos reales, pero provocando. Tengo muchas fotos de pavos reales allí, en el Campo Grande, donde atienden más a las cámaras que a la comida. La suya es una pose de vanidad y distancia, de dejarse ver y desplegar los ojos infinitos de las plumas. Pero Crispín es otra cosa, se le ve quedón y provocativo.
Nos tomamos otro vermut, para aliviar la pérdida. Los anillos del dueño desvelan un pasado heavy reflejado en medallas de cruces, tatuajes, y pelo largo que contrasta con las entradas de la edad. Mira a su auditorio con sonrisa tímida de dientes postizos mientras come la tapa.
A mi derecha, un feligrés con tembleque sentado en el banco, da pésames entrecortados, con sentimiento y consejos de soledad gatuna. “se van saltando y se caen por viejos, pero como tienen siete vidas, igual sale, no sé”.
Y es que los gatos y mascotas se van haciendo cada vez más importantes en estas familias unipersonales posmos. En particular los gatos, con su presencia silenciosa y saltarina, acompañan con silencio los monólogos de sus dueños. Este tiene pinta de hablar consigo mismo mucho. Crispín debe de haber escuchado muchos lamentos con Heavy, pienso. Aquí en el sanedrín de la taberna cuenta anécdotas de su amigo, que son asentidas por todos. Es un vermut melancólico de gatos, y barriles, muy de Valle Inclán. Donde más gatos he visto es en La Venencia. Allí se suben a las mesas para compartir vermut con queso directamente con el personal. Gatos muy Madriles que saltan sin riesgo entre mesas y el polvo de las barricas, gesticulando a modo de la clientela. Jackie trabó amistad con uno, en aquellas felices Navidades. Le recordaba a Leo, su mito blanco y negro que sólo dormía para aparecer inmediato en el salón ante un mínimo esbozo de olor de comida. Leo se murió de ocio, tras ser ocupado su puesto por Marmelade, gato pelirrojo de la isla, muy de calle y audaz, insolente y tramposo que se colaba por el patio empezando a hacer bullying a su compañero que, acomodado en su cesta y mimado por Jackie, no tenía recurso alguno para defenderse. Marmelade se hizo dueño y señor de la cocina, a pesar de las amenazas de una dueña que intentaba, en su ideario comunista, que los dos felinos atendieran a razones para compartir manjares. Pero las doctrinas no valen en el mundo animal. Ni en el nuestro, claro. La filosofía de la calle es un grado, y el pobre Leo, mimado entre algodones de Diva solitaria, no pudo ganar la batalla. Falleció en extrañas circunstancias y su enemigo pasó a dominar el terreno.
Pero el caso más terrible fue el de María Watson. Mi amiga alemana en Bristol, divorciada de un bohemio del jazz que alimentaba su soledad con nicotina y solos de trompeta acompañada de una tribu de gatos anglos que dirigía con espíritu de imperativo categórico kantiano. Era una mezcla de romanticismo alemán – ensimismado, ordenado y triste – que contrastaba con la piratería bristoliana de la pandilla felina. Watson les hablaba con acento de Prusia y ordenaba su tribu a la hora del té dándoles de cenar puntuales. Un día María no apareció por la oficina, lo cual era inaudito. Estábamos todos muy preocupados y la Manager de su departamento me comentó que habían desparecido dos de sus gatos y estaba en tratamiento por depresión. Yo pensaba que me estaba vacilando, ignorante aún de la cultura europea moderna de los nortes bárbaros, que muestran más duelo y afecto por una mascota que por un semejante. María volvió tras unos días bastante demacrada, adelgazada, con facciones más alemanas que antaño. La dimos el pésame, que recibía con inesperados pucheros, impropios de la máscara gestual de la impasibilidad que une, tanto a tedescos como anglos. Tuve la oportunidad de conocerla mejor en esos días de luto. Frente a unas pintas me comentó que aún la quedaban siete felinos más, pero que esa pérdida era irreparable.
Yo, en mi insensibilidad macho meridional, al parecer, seguía sin entender tanta delicadeza y sufrir. Me costó ver lo evidente. A la tercera pinta Ms Watson rompió a llorar y dijo: no son los gatos, es que sólo tengo los gatos. Y sin ellos, no tengo nada.
Crspín aparecerá, seguro, ya lo veréis.
Coca estuvo «perdida» un mes, aunque en realidad estaba a un minuto de casa, en un organismo oficial donde se había colado a curiosear y de donde por miedo no se atrevía a salir hasta quevfui a buscarla porque la habían visto.
Mi consejo es que el dueño ponga en el lugar por el que se supone se ha ido comida, agua y alguna prenda de é l ya que su olor puede ayudarlo a regresar.
Puede ser que esté herido. No necesariamente nada grave pero con que le duela una patita es suficiente.
Por el día estará callado y escondido.
Es bueno que salga a buscarle de noche y lo llame.
Suerte.
El final será feliz.
Estoy segura.