La llegada del verano ya no es novedad, pero sigue siendo nuevo. Similar a la llegada de un cumple post 40 que, a pesar de dejarnos marcado el CV con dígitos binarios certificando un envejecimiento sabido, nos ofrece un día de amor, globos y percebes.
Sin embargo mientras en la España eterna se sigue matizando el tiempo y sus desvaríos geniales, es aterrizar en el encefalograma infartado de LosMadriles para reconocerse siempre en verano. Porque es en las aldeas simples, como este mitificado poblachón manchego de recalentamiento electoral capitalino, donde se abre el soez invernadero Eternoretornista de Villa con pretensiones y temperatura propia aparte de lo que diga Mr Celsius.
En todo caso, en un lado u otro del Pisuerga, hay acuerdo en que el verano empieza siempre en la noche de San Juan, traslado éste como un cambio laico del Corpus de jueves único a domingo cualquiera… pero al revés. En este paganismo festivo de estaciones, solsticios y demás sublimación ciega de la Natura sin dueño, se marcan épocas y sobre todo estados de ánimo. Yo, que no aguanto el calor y me deprime el confort burgués del «hace bueno», me embajono mucho en estas fechas. Y eso a pesar del delicioso panorama de muchachas en flor que nos gritan su verano en parques dejando balconadas risueñas de temblor de flan asomarse al movimiento vital. Aspecto éste de felicidad estacional, tendencia alcista por efervescencia fin de curso, inicio de vacaciones que dejarán playas y amores eternos que no acaban de eternizase. El verano se nos presenta así jovial y falso, con una risa virgen que ya no aguanta en sí misma y busca morirse de risotadas y gemidos entre sueños de mares y poesía, rapsoda mecida a través de nostalgia de olas en celo.
En todo caso, pasa cada vez antes este milagro, nacido desde una primavera envalentonada, matiz de entretiempo con vocación de extinción para hacerse fuerte en el mítico ferragosto. Donde el 15 del mes de Augusto arde todo un país, fecha donde nuestro ateísmo sociológico de país de pueblo se pone de punta en blanco para ir a misa para que les lean un Apocalipsis que el personal no entiende, mayormente porque están acalorados de posar y anhelan vermut tras comulgar sin fe. Es entonces, punto álgido, cuando el verano sucumbe en doce estrellas y dragones, realizando una fiesta arriba y abajo, entre el cosmos y el hígado para alborotas la inmanencia.
Pero entonces, sin saberlo ni avisar, en una madrugada todo cambia y empiezan las revelaciones: sin esperar entrará un soplo de corriente desde la cocina a acariciarnos la piel entre sudores de amor consumado. Cabecearemos con la conciencia del recuerdo nuevo y, mirando el perfil de nuestra amante, reconoceremos entre las sabanas un desierto… o una tierra prometida.
Es el otoño, mi tiempo. Ignorado por la gente que vuelve a sus rutinas mirando el viaducto de reojo, yo empezaré a vivir, a respirar, a asimilar y entender todos los veranos de mi vida. Será en esas horas invisibles cuando me revuelvo entre el lecho anhelando su cuerpo con un instinto asesino que sólo ama y, mientras separo paciente entre suspiros in crescendo, los muslos dorados que dan al bosque del Génesis, entro a matar al alba frente un gesto de espaviento que me reflejará desde la serenidad sabia de sus pupilas.
Esperemos que nos dé paso a un otoño sosegado, Almirante. El otoño es la estación donde realmente comienza la vida. Agricultura, Saber, Justicia…, así lo vienen entendiendo y su año comienza pasado San Miguel Arcángel.
Yo también, como eterno aprendiz, prefiero el otoño.
Yo también prefiero el otoño o primavera pues en esta ESPAÑA de piel de toro y Olivares cada año hace mas calor como si fuera el clima desértico.
El final de tu escrito sobre el estío muy poético y fresco como la ráfaga de aire Q entra por la ventana y lo de tu amada como si desvalijaras con codicia en casa ajena…