Wawrinka se anota un juego del tercer set. Me alegro. Hacía mucho que no veía a un tío sufrir tanto en una pista de tenis. Ha perdido los dos primeros y va camino de acabar su sueño de la final.
Especialmente terrible ha sido la última parte de la segunda tanda: el suizo ha roto su raqueta, aquella que desenvolvió minutos antes de su bolsa de plástico. Y la ha roto con una saña en dos movimientos: golpeó contra la tierra y decapitó con la rodilla. Mi desconsolado amigo se ha dirigido a la línea con los restos mirando de manera fija la escultura, obra digna de yacer en el Reina Sofía o alguno de esos panteones del gusto. La miraba con sorpresa de un niño desconsolado que hace preguntas al destino, un Hamlet de pantalón corto que, más allá de ser o no ser, ya no quiere estar ahí.
Wawrinka, en su soledad, busca más raquetas envueltas en gotas de cristal y su gesto se quiebra mientras busca un amigo invisible en el público al que grita rezando, reza gritando y sólo se le entiende ‘rian’, o sea nada de nada.
Nadal, observa al fondo, con su aura de tics eléctricos que esperan una nueva pelota para acabar este nuevo año. Nadal, con gesto felino de 20 años, observa descomponerse a su adversario que ahora invoca al público para que la ayude a volar. El público francés reacciona, claro, siempre dispuesto a hacerse notar contra los españoles que vencen. Pero ni así. Rafa está feliz y en forma, anda a saltitos que no puede evitar. Si pocas veces he visto sufrir tanto a un chaval en una pista de tenis, menos veces he gozado tanta superioridad de un tenista en una final.
Nadal, nuestro Nadal, de derecha a izquierda, desde la red al fondo, eterna juventud por ansia, ganas que llora dentro de una toalla, intimidad de líquidos y sudores, mientras ve todas las imágenes de su vida, todos los partidos, todos los juegos, todos los rivales, maestros, entrenador y familia. Diez veces, diez. Un récord que más que ir a la Historia, trasciende la misma. Ganar diez veces Roland Garros es como tener 1000 billones de Euros en la caja fuerte, una cantidad de dinero que ya no lo es, convirtiéndose en poder, estructura, otra cosa. Rafa es más que un deportista, más que un tenista. Es un hombre bueno, con rol de héroe que se aguanta las lágrimas cuando hace sonar ese himno que nos lleva a todos a París para decirle lo orgullosos que estamos de él.
Gracias Rafa.