Inicio de curso, vuelta al cole en fin de ferias. Nos alcanza la explosión de septiembre, voladura de otoño, espoleta de gota fría. Entre la Virgen de San Lorenzo y la de los Dolores, nos alcanza una misma Pasión cuya cara amable aparecerá en Diciembre.

Pero queda mucho para eso, aunque el tiempo pase enseguida. Disfrutamos septiembre prolongando el recuerdo de unas fiestas prematuras que yo nací celebrando muy abrigado en San Mateo. Allá en el siglo XX, claro.

Las fiestas del pueblo tienen una brisa de nostalgia, sobre todo las propias, aquellas que no son «pueblo en agosto», sino de ‘capital en septiembre». Son fiestas de abrigo que inauguran estación, cubren un cuerpo todavía ardiente de veranos que, en su enfriamiento, genera ilusión de futuro lúcido de planes y proyectos. Las ferias pasadas me dejan olor de colonia juvenil, sudor de adrenalina, aroma de hogueras con morcilla, casetas con humo al aire libre, abrazos a primeros amores, poesía asonante de murmullos, iniciación de abrazos y besos a media luz. Carruseles en las afueras, tiro al avión, llaveros en regalos, cachavas de caramelos, «qué alegría qué alboroto, otro perrito piloto». Tómbola y retratos posados ante escopetas de feria. Algodón rosa, manzana con palillo, cartas y naipes, coches de choque y norias como un «London eye».

Se acumulan todas las ferias en la memoria como se acumulan los besos en la mente. Cada vez más. ¿Cuánta memoria puede aguantar un hombre? Se acumula así una verdad con sobredosis de angustia, de nostalgia que atraviesa el pasado. Tengamos cuidado: la nostalgia es el colesterol de las arterias del tiempo, inevitable pero hay que dosificar los recuerdos para que no nos maten de exceso de gloria. 

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