Terminamos de celebrar el bicentenario del museo del Prado el domingo. Y lo celebramos derramando virtualmente sus pinturas sobre la fachada del edificio. La luna llena nos observó con aprobación mientras un desglose de obras maestras iban cayendo al son de la orquesta. Música y plástica, como en las Frivolinas del Doré, se conjugaron para hacer síntesis de cine y pintura, respectivamente. Buena idea de espectáculo que ya habíamos visto aquí en diferentes ocasiones: puerta de Alcalá vestida de Brandeburgo en conmemoración de la Caída del Muro o Congreso de los Diputados en aniversario de la Constitución.

El Prado ha estado abierto gratis desde el pasado viernes al domingo. Saturación de gente para ver uno de los mayores atractivos de Madrid, no sé si el primero, porque el Santiago Bernabéu -otro arte moderno- va subiendo enteros. Para mí el Prado, como todos los museos, es inabarcable y se me hace inasumible. El exceso de belleza, conocimiento y riqueza siempre me provoca desazón. Cuesta mucho, por lo menos a mí, comprender lo que es un museo, darse cuenta que pasear de galería en galería en sucesión de obras provoca un estado de ánimo que gira entre la catarsis y el hastío. La primera vez que me pasó tal contraste fue en Florencia, la cuna de lo sublime entre palacios y periferias. Como en un cuento de príncipe destronado llegué a un punto de no aguantar tanta grandeza, sentimiento muy confuso que llevaría explicarlo, si supiera su solución, mucho tiempo. Ese punto de saturación entre la felicidad y un cierto desencanto al no poder seguir apreciándolo. 

Porque ¿cuánta verdad puede caber en el corazón y cabeza de un hombre? Quizá esa sea la clave, el reconocer los límites del encaje de la verdad en el espíritu. Es una cuestión de entrenamiento, claro, como todo, me consuelo. He visto el Prado muchas veces y cada vez aguanto más, cierto, pero he aprendido a ver el museo con control. Así como las sobredosis, sean de conocimiento o heroína, acaban matando, es necesario dosificarse. Comprendí, por ejemplo, que ver un museo andando es… no verlo. Cierto que, en el mejor de los casos, se saborea el ambiente, se vive el instante, quizá, pero los mayores secretos del museo quedan ocultos. Así el Metropolitan te da una impresión de paseo por toda la Historia o la Galería Doria Pamphilj, el sucumbir a un «poder Inocencio», el Guggenheim reconocer una mentira bien vendida, o los Cloisters de NY de un compraventa del medievo. Por poner algo, digo, la idea en general es la «impresión», pero no la obra. 


Entender el Prado o cualquier museo es un reto sublime y desde las ilusionantes caminatas iniciales, pasé a la elección de salas hasta el momento perfecto de ir a ver… un sólo cuadro. Y ahí fue el momento de revelación, el éxtasis de ir a visitar todo un museo para ver una sola obra. ¡Como me hubiera encantado ser vigilante del Prado! hubiera sido feliz de estar una jornada entera cada día dedicado a una sala entera gozando, a la vez, de ese doble espectáculo que ofrece obra y público. Dualidad que se hace sublime en las ferias internacionales de compraventa de arte. ¡Cómo olvidar las inauguraciones desde el Petit Palais de París hasta Maastricht pasando por Feriarte donde audiencia y caracteres de obra se confunden en esa posibilidad de ficción artística!

Me ha salido una reflexión un tanto contemplativa, pero es que yo veo la vida así: para entender algo el tiempo, silencio y pausa es mi única vía, el peregrinaje de la atención consciente. Lo demás es turismo y olvido.

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