Hay un cisne mudo en el mercado. Lleva sin cantar desde hace mucho, incluso apenas le recuerdo el tono. Los niños han dejado de frecuentar su compañía, mayormente porque ya no hay casi niños y los que hay matan marcianos virtuales en el móvil.
Nuestro cisne del mercado nació póstumo, fuera de moda, en un contexto que le hacía surrealista vocacional. El surrealismo es un nivel superior de la realidad que busca superarla dando las claves para entenderla. Pero hay que tener paciencia y vista. Hasta que llegó la era del Corona virus, el cisne era algo así como un estorbo simpático y absurdo. Yo nunca me fijé demasiado en él no le dediqué mucho pensamiento.
Sin embargo en estos días he cambiado. Desde que el mercado luce una nueva estética de persianas por cierre y clientes embozados y separados por metro y medio de distancia. Un ámbito, antes jubiloso y relacional, se ha convertido en local estatuario. ¡Qué lejos quedan aquellas conversaciones en los bancos y cafés tempranos en el bar, lejano el movimiento de la vida y los gritos de las ofertas!
En ese ámbito tan distraído, el cisne no era nada. Pero ahora, cuando todos posamos esculpidos por el miedo al estornudo del prójimo, yo escuché estremecido y con pena el canto del cisne. Me volví a mirarlo con respeto: su cabeza gacha asumía un luto compartido haciéndose centro mudo de todo un finale de ópera.