Ayer recibimos en el Paraíso la visita de San Antonio. Fue al final de la tarde cuando en prólogo de ansiedad, los niños estaban alterados. Se empezó a proponer el desmantelamiento de palacio comenzando por el armario de la esquina del dormitorio. El motivo es que una cartera se había dado a la fuga y los esfuerzos para atajarla imponían una operación global de confinamiento-sobre-confinamiento. Yo no veía nada claro el plan.. ni ellos tampoco, claro.
«San Antonio no nos ha escuchado, a ver si a tí…» me dijeron. En mi nuevo estatus de «dios» me retiré de inmediato a meditar al cuarto de estar. Después de unas respiraciones completas dije mentalmente la siguiente plegaria: «San Antonio, aquí estoy de nuevo, sé que estás harto de mí pero en este caso mi implicación no es directa. Tú siempre me has dado una mano y hoy te pido las dos. Mira a ver dónde coño, con perdón, han puesto la cartera estos tíos y guíame. Por favor y gracias».
Terminé mi heterodoxa plegaria y sin darme tiempo a reanudar mi respiración zen, dirigí la vista hacia el cajón de al lado de la tele y fui a abrirlo. Entre todos los objetos, metí la mano y separé uno. Debajo apareció una cartera de aspecto similar a la narrada. La cogí y me acerqué a la habilitación donde se preparaba el desahucio. Los niños me miraron con los ojos como platos y casi entonan un aleluya que haría palidecer a mis amigos del ‘curto’ romaní.
San Antonio lo había vuelto a hacer, el tío. A la hora de ir a dormir me acerqué al umbral del dormitorio y susurré: «no se os olvide dar gracias a San Antonio, que se lo ha ganado, chavales». Volví al cuarto de estar acompañado por el eco dulce de las oraciones agradecidas.
Buenas noches.