Llegó extrañamente puntual tras tenemos con el sayo atado hasta la víspera. Pasaba el 40 de mayo de esa guisa y ya pensábamos que iba a ser uno «de estos que no dejaba de nevar». Desde luego sería uno de los colofones de este año de instinto surrealista.
Pero no, llegó puntual y con fiebre para inaugurar un verano que será largo, no por vocación propia sino por el contexto de moviola anual pandémica. La supuesta plaga ralentiza el reloj del tiempo por el tic tac de un pánico que hace que los espíritus temerosos se levanten dando gracias a un cielo en el que no creen, porque si creeyeran no tendrían miedo alguno. Así el verano llega puntual, bravo y sin desfiles, eso que nos ahorramos, travistiendo una plaga que cambia orgias callejeras e indignas por coches en colorines.
Trato de convercerme cada año que soy un hombre de invierno aunque los hechos demuestren lo contrario. A mí el calor desde la fecha de mi cumpleaños me sienta bien, debe ser por el impulso biográfico del cambio de dígito. Lo que me deprime, ahí la confusión, es la primavera y su inevitable astenia. Desde que empieza, pongo el spleen a piñón fijo y no me deja hasta que conmemoramos el milagro de mi nacimiento. En todo caso, este año no me ha dado tiempo ni ha disfrutar la astenia, tan ocupada la casa por dramas a destiempo. Pero llegó el verano y con él la Nueva Normalidad, que viene a ser la formalización del Nuevo Orden con mascarilla, ése nuevo complemento de moda a juntar con mi pañuelo de cuello. Me da igual, porque me la pongo por debajo de la boca en exteriores y de babero flexible indoors, es decir, mal pero soportable. Va a ser un verano de tono absurdo que abducirá en su tontuna a un otoño cachondo que se deja seducir hasta la advertencia de un temeroso «winter is coming».
Lo disfrutaremos en todo caso porque viene en el lote vital de este finale de época que no acaba de vivir como los veranos que no empiezan a nevar.