La pandemia y su gestión por parte del poder público está resultando más productiva de lo que se esperaba. Ante la «segunda ola», concepto tan negado como la primera hasta que nos terminó salpicando, el gobierno aprovecha para continuar la ruptura de la conciliación acordada en el régimen del 78. Ni nos extrañamos ni nos sorprendemos, ya que todo el proyecto democrático interpretado desde la izquierda y asumido por la oposición, no ha sido más que la reiterada apuesta de revertir la historia para subvertir el presente y así llegar a un futuro que será globalista con desguace definitivo de la patria.
La ley de memoria histórica, ahora llamada «democrática» es el armazón formidable y espantoso donde se desnaturaliza a todo un país desde la mente política. Mente que sustenta el Estado omnipotente y que intelectualmente cierra el paso a cualquier otro pensamiento más allá del sistema orgánico.
La rueda de prensa de la ministra Carmen Calvo ayer, no ha hecho más que continuar un esquema iniciado por Zapatero, refrendado por el Jefe del Estado, abstenido por los asintomáticos de siempre, aprobado en el parlamento y asumido o no, dato irrelevante, por esa patética abstracción llamada «pueblo».
Así se sanciona la visión que difiera de dicha ley con todo el desarrollo que implica en temas tanto históricos como religiosos y políticos… Bajo el concepto «democracia «, bien atajado por la izquierda, la gestión de esa ley, seguramente la más importante que se ha hecho desde el 78, da legitimidad, no sólo a la ruptura de la reconciliación de los Españoles, sino que supone que el Estado salte por encima de algo «que no es de este mundo», como la Iglesia Católica.
Si la gravedad del primer aspecto ya es de por sí importante al obligarte a interpretar la historia desde un punto de vista único y dogmático, la segunda lo es mucho más al finiquitar, de hecho, el cadáver putrefacto de la iglesia católica española. Una iglesia que desde ya los últimos 50 del siglo XX, estaba preparada para dinamitarse desde dentro con un estatus inmerecido que provocó la apostasía, ya obvia, de sus profesionales. Sí, de todos sus profesionales, que por acción u omisión dan por bueno que un Estado mande sobre un lugar sagrado primero con la profanación de muertos, posteriormente con la expulsión de órdenes y finalmente con la segura destrucción de símbolos que son fundantes.
Así, los clérigos se unen a la comunidad de intelectuales, con o sin cátedra, para avalar una ley que dinamita dos esferas vitales del espíritu humano: el pensamiento crítico y la fe. Dos valores extintos en España que se dan definitivamente sepultura desde el silencio pasota de pesebre agradecido. Por supuesto me ahorro comentario alguno de la opinión del pueblo, porque el tema no es apto para zombies.
El problema, es que esta historia, no acaba aquí. Un ente depredador, como es nuestro Estado, acusa un hambre permanente y, como les pasa a las organizaciones mafiosas, cada vez necesitan más y así, en progresivo embrutecimiento, terminan inevitablemente matándose entre ellos. La historia española no ha cambiado por el Covid, simplemente ha empeorado un organismo enfermo de por sí. El virus en sí no mata mucho por sí mismo, pero cuando atrapa a un organismo delicado, lo rompe. Quizá sea lo mejor, para que así culpemos al bicho sin darnos cuenta que ya estábamos muertos.