Se nos acaba el año con la celebración de dos estrellas de la muerte. Si en España se sancionó la eutanasia hace unos días, ha sido ayer cuando, en la República Argentina, se legaliza el aborto.
Entre propagandas de pañuelos verdes, lo siento mucho por el pueblo vital argentino porque, este sí, luchó muy duro contra la legalización de tal crimen. Al final perdieron, claro, porque el país está vendido, la lucha es muy desigual y la presión de fuera arrasa con todo.
En España, realmente no fue gran noticia, más bien todo lo contrario, pues ya es un país clínicamente muerto aunque no lo sepa. Y si lo sabe, tampoco le afecta.
Con estas dos sanciones en países hispanos, de pretérito católico indefinido y olvidado, con descaro abiertamente apóstata, se cierra un año redondo que dará pié a un enero fundante con la Cumbre del Reseteo.
No vamos a comentar ya nada sobre la devastación física que suponen estas decisiones, ni siquiera sobre el cáncer espiritual que implican. Mucha gente, los de 70 años para abajo, deberían imaginarse cómo el Estado les va a gestionar tanto la vida como la muerte. Y lo más grave, es que incluso les parecerá bien. La especie está enferma y tiene poca cura. Eso sí, ahora el tema es la santa devoción por una vacuna trampa que les gestionará la vida a plazos dosificados para que, la última dosis sea la letal, de residencia y soledad estéril.
Es lo que hay y, desde luego, me parece tan triste como interesantísimo, asistir a una etapa tan inclasificable como indigna.