«Tres jueves hay en el año que relucen más que el sol». Empezamos cantando así, inaugurando un Abril con copla de día engalanado. Lo entonamos cara al astro glosado, que nos responde luciendo las salas de palacio con brillos dorados, cubiertos de manchas ocres de bochorno pandémico. Comienza una jornada a la par santa y victoriosa. Santidad que es casual, porque es cosa de lunas, aunque la Victoria la lleva bien colgada en el calendario como vitola permanente que no se la quita nadie. Si bien, ambos acontecimientos que deberían ser motivo de orgullo, se ocultan por un mundo que prefiere despistar, acomplejado con sus titulares alquilados.
Abril se nos descubre así: reaccionario de medallas, cirios y memoria; custodio de secreto a voces que nadie le interesa escuchar. Lucha el mes en calma sorda de tiempo, contra un mundo que prefiere mostrar sus agónicas olas de enfermedades y desgracias, como un anciano quejumbroso que no acaba de morir, dando la coña con sus achaques.
Pero hoy, a pesar de la murga repetitiva, no podemos negar que, según santorales y almanaques, nos hemos encontrado en un día mayúsculo en que se juntan grandes fechas con inflación de gloria. Las memorias modernas no lo saben, y no nos deben de preocupar estas generaciones subvertidas con fecha de caducidad; pues el espíritu que recorre la tierra, su Verbo, seguirá esperando calar en el corazón puntual de aquel que sepa poner oídos a la música que truena más allá del cosmos.