Era julio en Roma. Hacía un calor marenostrum de bochorno imperialisimo. Mi madre resistía agigolada desde una blusa roja que se había comprado al lado de casa; yo, de uniforme de la selección azul, sacaba la enésima botella de agua del frigo. Estábamos preparados delante de la pequeña televisión para ver el partido y dar colofón así a mi año romano. Vía Camilla, interno 4, área de Furio Camillo, apias nuovas, por la Tuscolana, seguido de la piazza Re di Roma… Ahí. Justo ahí. En pisito bendecido por la Compañía y compartido con dos italianos: uno de Milán y el otro de la ciudad de la Fiat, es decir Turín. Por tanto éramos todos del norte, vamos. Unidos por un catolicismo Gregoriano y por la Historia. Convocados en esta ciudad eterna que hacía frontera con nuestras conquistas y mella en la biografía. Pero ahora el curso se había acabado. Se habían ido todos, incluso Antonella. Solo quedábamos mis recuerdos y yo como tesoros de un año surrealista y sublime. 

Me acompañaba la partida mi madre con su blusa roja para quemar las naves viendo el partido de la Selección contra Italia, antes de partir en viaje de lunas edípicas por Venecia. Con permiso de mi padre, claro. Estábamos solos en vía Camilla con nuestra bandera en la finestra, rodeados por todo un barrio entregado a la azzurra, engalanados con tricolores en cada esquina. Eran los noventa en Italia.  Había ganado el cavaliere Don Silvio las elecciones con una «Forza Italia» que aparentemente no había votado nadie, Giovanni Agnelli seguía siendo el Rey, Andreotti arrastraba una leyenda Nacional cargada de espaldas…y Fellini, carissimo Federico, había fallecido tiñendo las banderas de luto y lágrimas.

La selección estaba entrenada por Javier Clemente, sujeto con odio parejo a Luis Enrique, que renovaba la patética antiespaña interior que prefiere que destrocen a su selección antes que quitarles la razón. Italia también estaba quemada con Sachi, cierto. El filósofo, intelectual, sabio y demás chorradas de una a especie de entrenadores tan superyó que piensan que el rival no existe y todo es cuestión de líneas. Pero si la división en Italia estaba en los medios, no era así con la gente. La unidad de Italia estaba forjada siempre y cuando La Nazionale ganase, por tanto las «Padanias» y demás inventos de la Liga Norte se desvanecían ante un mantra budista de Baggio. 

Mi madre seguía asfixiada y feliz y yo igual pero con creciente nostalgia. De hecho recuerdo el partido a velocidad lenta, con 24 imágenes por segundo, como una peli de entreguerras. No se si era la señal americana, mi tele pequeña o que ya recuerdo todo en formato cinematográfico con la edad y las manías. Fue Fellini el que me hizo recordar Roma en clave cinecittá, haciéndome ver esa ciudad con razón de rayos X y teología de dolce vita. Jugaban Zubi, Caminero, Bakero y Hierro. Seguramente habría más, pero son los que recuerdo. Por Italia, los Baggio, Maldini y Costacurta… y Tassoti, pero de ese no nos dimos cuenta hasta el final. 

El barrio rugía sordo desde los acordes del ‘fratelli d’Italia’, con un aplauso que hizo temblar la casa. Me puse en pié como un resorte para escuchar el mío. Desde las ventanas se oían gritos, más de lo habitual en las casas romanas donde siluetas de tíos en camiseta de tirantes y gomina aparecían con aspavientos gritando «porcas miserias» como si hicieran un casting para Federico. El calor subía y aunque estaba centrado en el partido, ya estaba lleno de recuerdos recientes con vocación de perdurar. Me acordaba de Marco y de los conciertos de Guccini que escuchábamos en esa misma mesa, de una «Locomotiva» cantada con pasión como si fuéramos comunistas, de Benatto o di Gregory… Me visitaba el recuerdo también Paolo con su teoría de la liberación, los curas argentinos y su visión vaticana latinoché. Pero Dino Baggio marcó muy pronto y me cortó el sentimentalismo de raíz. «¡Ya estamos otra vez, ya estamos otra vez!» arengaba a mi madre que, cada vez con más sofoco, usaba el abanico como un salvavidas. El estruendo del gol arrancó las paredes como un resumen de todas las conversaciones mantenidas en Roma en un año. Golpeadas como un golpe de conciencia… hasta que llegó Caminero calmando mi mente, para hacerme explotar con un grito de rabia que hizo eco en el edificio como en una cueva solitaria. 

Y entonces se hizo el silencio. Ese silencio me trajo a las Antonellas, encabezando una legión de diosas sicilianas. Bonito pero tristísimo. Me di cuenta entonces que estos momentos eran mi última alegría directa en la ciudad eterna. Gozo que venía a sentenciar  un Baggio, Sidharta Roberto, con punto final. 

Me dolió, como me duelen siempre los goles en contra al final. Ni siquiera pensé en Tassoti aquel día. Ni siquiera me enfadé con Salinas Yo ya estaba en otra cosa. Si me duele el alma cuando pierde la selección, más aún cuando se me junta el blues de la memoria. Porque entonces me duele el corazón, órgano más sufrido y más real en el más acá. Y más allá.

Entonces se acabó. El barrio se pobló de alegría tricolor, recogí a mamá desde una agua sana de sudor, y nos fuimos a cenar a la Verace donde recibimos pésames con muchos amarettos. 

En fin, se me junta la vida y la memoria, porque la memoria es la vida y sin recuerdos no hay nada. Roma es mi memoria, la vida sigue, y todos bien, gracias. Pero hay momentos y momentos.

Adelante, España.

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