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Más abajo, en la plaza, ya veíamos salir el pendón del templo. Carmesí con cintas doradas y rematado en cruz. Bandera cuadrada de origen bélico y reconquista, ahora quedaba como símbolo de una villa a la que pasea en fiestas de guardar custodiando una imagen sagrada.
El orden de la procesión era inverso al de la liturgia: los hombres adelante y las mujeres atrás. El mozo encargado de llevarlo, heredero del antiguo caballero de armas, iba esquivando, como un Quijote posmoderno, los hilos eléctricos del alumbrado local de las alturas. Tales fantasmas cableados era obstáculo a sortear desde la ayuda y consejo del voluntario escudero que le acompaña a presidir la comitiva con la bandera pequeña de una imagen mariana. Es fiesta grande de agosto, día de Nuestra Señora, fiesta grande en la España eterna y ya habíamos escuchado un pregón permanente que inaugura la procesión:
«Se abrió en el cielo el santuario de Dios y en su santuario apareció el arca de su alianza. Después apareció una figura portentosa en el cielo: Una mujer vestida de sol, la luna por pedestal, coronada con doce estrellas. Apareció otra señal en el cielo: Un enorme dragón rojo, con siete cabezas y diez cuernos y siete diademas en las cabezas. Con la cola barrió del cielo un tercio de las estrellas, arrojándolas a la tierra. El dragón estaba enfrente de la mujer que iba a dar a luz, dispuesto a tragarse el niño en cuanto naciera. Dio a luz un varón, destinado a gobernar con vara de hierro a los pueblos. Arrebataron al niño y lo llevaron junto al trono de Dios. La mujer huyó al desierto, donde tiene un lugar reservado por Dios. Se oyó una gran voz en el cielo: «Ahora se estableció la salud y el poderío, y el reinado de nuestro Dios, y la potestad de su Cristo.»
Casi nada. Ni el más fantasioso de los pregoneros, ni el más grande trovador se hubiera ocurrido glosar una fiesta así. La fuerza de San Juan en su Apocalipsis de agosto tiene un fervor y una estética que, con independencia de los hechos, merece ser creído por su belleza. Hay una mujer que rompe aguas en el cosmos para parir a un Niño al que espera un dragón depredador para comérselo. No imagino discurso más potente para inaugurar una fiesta. La lectura del texto aumenta un calor, de por sí infernal, que se debate entre el infierno y la gloria, como la cruz aludida de la iglesia.
La procesión de Nuestra Señora es el punto álgido de un verano donde el pueblo se reencuentra con sus vecinos de antaño, los viejos retoños de pinares genealógicos. Tras los abanderados, les seguían las cruces, la imagen de San Roque Roque era llevada por hombres y por detrás la Virgen era portada por mujeres. El clero, cura y monaguillos cerraban el cortejo para ser seguidos por cuatro músicos que llevaban dos saxos, trompeta y tambor. Empezaban tocando música ceremoniosa por el pueblo hasta la ermita de las afueras.
Un pueblo animoso y mezclado, cerraba la comitiva. Pueblo de punta en blanco que a la entrada de pinares se animaba a bailar de frente a la Virgen y de espaldas al camino. La Señora celestial, que ya ha dado a luz en la vía láctea y es enviada al desierto, como nos ha dicho San Juan, hace un descanso entre pinares para dejar subastar sus brazos:
¿Hay quien dé limosna?
Un hombre con acento local, va dando los turnos. Se le nota autoridad y oficio, mando y orden. Se realiza la operación del mismo modo con San Roque hasta el final de un trayecto que termina en ermita donde se subastan unos roscos del lugar.
¡10 a la una… a la segunda… a la tercera!
Recuerdo toda la ruta en diferentes años, en diferentes posiciones, con visor fotográfico o en vivo. Ruta filmada con cámaras en diferentes formatos: desde un 35mm mudo y en sepia hasta la cámara digital HD. He sido testigo y ahora, desde la palabra me doy cuenta, como sucede siempre, de que no hay nada como escribir un milagro para entenderlo.