Nace la Virgen en septiembre, celebrando fiesta patronal como alcaldesa perpetua. Se riegan los pétalos en el pavimento, recibiéndola entre incienso y sonrisas infantes en movimiento, pompa y circunstancia de alguaciles, obispos y prohombres. El sol se así santo en Castilla en fiesta, día grande entre semanas mayores, poniendo el finale a los agostos, abriendo inicios de cursos. La Señora sale desde su iglesia, templo de San Lorenzo, destruido por la urbanización desarrollista, a su vez depredadora de pueblos. El Santo se queda en su parrilla, cociéndose en gloria, sublimando el instrumento de su tortura hasta inspirar esa grandiosa parrilla inversa que nos define El Escorial, templo hispano entre el Imperio y el camino a la salvación.
María con bastón de mando avanza pues desde una iglesia donde apenas luce la fachada y una torre, hacia una catedral sin terminar. Porque Castilla es eso: una vía rota entre delirios adornada por flores que busca hacerse alfombra en plaza mayor. María castellana, rescatada a orillas del Pisuerga frente a la repetitiva invasión mora, se alza en volandas haciéndose paso entre un pueblo de domingo. Día grande en los Cielos cuando, tras nueve meses de gestación, nace la Posada del Amor hasta un sueño profundo que esquivará la muerte para unirse, aún más, con la Realidad Divina. María salta bailando entre pétalos de amor dejando su visión redentora, inspirando al personal versos en latín que empiezan en monólogo y llegan al dialogo.
San Lorenzo entre tanto ríe, ofreciendo el fuego perpetuo de un calentamiento festivo por interpretado. Entonces nos quemamos con él rezando en familia para entenderlo entre paseos acompasados dónde, en cada zancada, nos vamos deshaciendo de sudor para llegar a la sequedad de nosotros mismos. Y ahí comienza, desde eso que se llama Gracia, la lucidez de la fiesta y el sentido. Ahí, por fin, comenzamos a escuchar el eco oculto de los corazones infartados que claman vida. Miro al cielo y Ella sonríe entre reflejos. Gracias, guapa, feliz cumpleaños.