Se acabó el primer mes del año sin que nos demos cuenta. Me estoy haciendo mayor, pienso. Perdón, quise decir que me-estoy-dando-cuenta de que me hago mayor. Porque a medida que reparas que el tiempo se te va de las manos irremediablemente te vas dando cuenta, por fin, de tu finitud.
No es un problema para mí, todo hay que decirlo. Siempre he tenido conciencia histórica de pasado y futuro como buen reaccionario eternoretornista que torea en redondo la vida por naturales. Sin embargo, hace tiempo que llegué a un punto, especialmente glorioso, que te lleva a los medios de la plaza dónde ya no ves los años que tienes, sino los que te pueden quedar.
Ese área es de una lucidez extrema que sirve para interiorizar mucho mejor el momento, los instantes, el presente absoluto, en fin. Suele pasar cuando, calculando los posibles años restantes, tienen menor cuantía que los vividos. Los cuentes cómo los cuentes. Y estos últimos han pasado volando resultando y para colmo de males, cumplido tus pequeñas o grandes ilusiones. Y es en la realización de esa pseudoverdad, sin labores pendientes ni traumas utópicos, que te hace trastocar la mirada hacia lo que importa de veras.
El toro de la Verdad y su búsqueda, que si bien se ha intentado torear siempre, resultó en muchas ocasiones en faenas aseadas por las prisas, la ovación fácil, la adrenalina de la edad y sus hormonas de urgencia… el egoísmo, en fin, de pensar demasiado y hacer aún más sin darse cuenta que pensamiento y acción no acaban de acertar el camino. Y así llega un día de sol helado de enero para mostrar esa revelación interior con la compañía decadente de un entorno de una época distópica. Ahora bien: entre esos dos fuegos, puede ser una gran oportunidad para parar la velocidad del tiempo, como hacía el maestro Bienvenida cuando cronometraba los capotazos, haciendo con las becerras toreo de salón y haciendo del instante… eternidad.