Nadal está en el quinto set y el público del bar anima como si le fuera cada punto en el alma. Delante de mí yacen unos torreznos. Yo soy el del final de la bar. Y hoy no anima.
Llevo pensando en escribir este artículo desde hace un mes, más o menos. Y lo escribo en el último día del «open», rodeado de euforia sin saber siquiera quién es el ganador. Esa es la idea, que no me importa.
Me duele esta última frase. Me sorprende y me enfada. Pero no la quitaría nunca. Después de haber escrito mi admiración por Rafa con todos los adjetivos posibles, esto no contradice en modo alguno mis sentimientos. Rafa es lo mejor que le ha pasado al deporte español, en su aspecto deportivo y personal. No puedo dedicar más admiración por escrito a una persona. Y lo mantengo y lo mantendré siempre. Pero este torneo, esta eventual victoria, no es igual que las demás. Que el tenista número uno del escalafón no se le haya permitido jugar, estando sano y obligado a inocularse un experimento es inaceptable de todo punto de vista. Si, ya sé que «son las normas», mantra que se repite, mayormente, por los ciudadanos que pertenecen a los países corruptos que no respetan ley alguna. «Son las normas» es el equivalente a «obedecíamos ordenes»: una vergüenza para la historia y el sentido.
Que Dyokovik nos caiga como el culo y nos convenga que esté fuera, es una cosa. Pero la verdad es otra. Que Noran se haya convertido en un «caso», meramente político, corrupto e injusto, tiene unas implicaciones más allá del tenis. Se ha dejado usar, como siempre, el deporte para hacer una herramienta de poder. En este caso, descarado para desarrollar esa mierda de las Agendas de turno.
Hoy va a ganar Nadal, cosa que me alegrá al infinito pero no oculto mi tristeza. Sé que este artículo no gustará a mucha gente. Es lo que hay. ¿Y?