Tengo que hacer la mili. Me incorporo en un mes.
Así renunciaba a mi trabajo en logística. Habían pasado ya en mi vida colegios, Romas, licenciaturas, despachos y másteres… pero la carta que tenía en mis manos me notificaba que no había escapatoria para el próximo capítulo vital. Las prórrogas estaban ya más que usadas y me encontraba en ese descuento donde el destino asediaba en caqui. El sorteo había dictaminado que fuera en mi ciudad, cómodo, pase pernocta, fácil… pero a destiempo.
Ideológicamente no tenía problemas, al contrario, apenas era cuestión meramente de interrupción biográfica. Estábamos en la última época de «Objeta por la jeta», «Mili KK» y movilizaciones pacifistas – preludio de movimiento antisistema – que, como siempre, acababan a golpes…. Total, que me despedí de la empresa, me corté el pelo en casa con la máquina al 0.5 y una mañana de sol de inicio de colegio fui en mi coche al cuartel.
Un griterío intimidador nos recibía al pasar los umbrales del nuevo escenario. Eran los soldados del otro lado, crecidos, prepotentes, fuertes ante nuestras miradas cautelosas. En la notificación ponía que nos iba a recibir un Teniente Coronel, y yo pensaba, inocente, que igual nos daban un cocktail y una palmadita de agradecimiento por servir a la patria. Nada de eso, tras los gritos y las firmas nos pasamos la mañana de una sección a otra entre petates y prisas llevados por personajes peculiares que a gritos ordenaban el mundo. Eran veteranos que formaban parte de la mítica «wi» – abreviación anglo-macarra del vocablo “bisabuelo” transformado en “wisabuelo” y reducido a un pegadizo «wi» – Es decir, los sujetos que llevaban tiempo y había alcanzado el estatus de mesías «porque-me-quedan-días», como explicaban orgullosos en esa poesía ripial acompañada a taconazos que se utilizaba en tales ambientes.
“¡¡¡Atentos en descanso,fiiiirmes, ein!!!
“No se mueve nadie, nadie, usted Ramírez, que le veo, quieto o le meto un rabo del 15”.
Los cabos primeros y sargentos utilizaban una prosa mas contundente y rabiosa, sin mucha metáfora pero que declinaban con energía desde una pose de boina pegadísima al cráneo que agudizaba una avidez reptil con que se observaba el movimiento invisible de la fila. Todos firmes y estáticos, a mi espalda se oía la risa floja de Avilés, al que, curiosamente, le habían dado permiso por depresión y el tipo no hacía nada en todo el día.
“Joder, depresión, si es el que mejor se lo pasa.”
Lo decía siempre Montalvo a mi izquierda, un chaval joven que estaba en el maco y fichaba cada día antes de venir al cuartel. Un tipo simpático y con aire de peligro que me tenía mucho aprecio.
“Que anillo de chuloputas tan guapo tienes, me tengo que hacer con uno.”
Me lo comentaba el tío todas las mañanas en taquilla antes de ponernos el uniforme. Y es que me encontraba rodeado de chavales, en ese eternoretornismo de vuelta a un kínder de niños difíciles, gente de otro mundo. De uniforme se veían las facciones de críos, pero al salir y asomar tatuajes, pendientes y ropa canalla aparecía un ambiente casi presidiario. Los castellanos eran majos, de pueblo, muy inocentes comparado con los catalanes y los valencianos, que parecían que estaban ya de vuelta de todo. Estos últimos son los que cada finde que estaban de permiso nutrían el cuartel de alucinógenos y tripis.
“Te doy gratis si quieres JM, que eres un tipo legal, joer.”
Yo declinaba la oferta y daba consejos como un viejo palizas prematuro. Me respetaban, me veían mayor aunque fuera una diferencia de pocos años pero que eran un mundo en ese microcosmos generacional.
Tras jurar bandera en los tres meses de instrucción y en esas ascensiones fulgurantes que marca mi biografía ascendí a cabo y nos fuimos de maniobras a Espinosa de los Monteros donde se hacían grandes marchas nocturnas, o supervivencias. Lo mejor de toda la etapa con diferencia.
A partir de esa etapa se abría un espacio eterno de días iguales y pasividad en el cuartel, burocracia lenta de las brigadas no operativas, donde se caían las hojas del calendario a cámara lenta. Trabajaba en oficinas, cerca de un jefe invisible reunido consigo mismo, unos oficiales clasificados entre Zaragoza y el resto del mundo, suboficiales astutos que hablaban en susurros y novísima tropa profesional que nos mandaba a los de reemplazo para diferenciarse el estatus. En fin, el mundo que había visto en John Ford pero en serie B de versión española.
Me lamentaba la falta de motivación que veía dentro, los famosos e inexistentes mitos de los ruidos de sables, tan empolvados… era ese ejército ya acribillado por ETA en silencio atronador, tan mutilado por golpes de estados inexistente y sentenciado, finalmente, a ser ONG por el señor ministro de defensa que prefería morir a matar, lleno de humillaciones calladas, en fin, que apenas se protestaban muy excepcionalmente en brindis crepusculares en los que se linchaba mediática y políticamente al orador. Un gigante dormido y vapuleado al que le costaría años – en eso estamos, espero – volver a levantarse con orgullo de saber quién es y a quien representa.
Pero bueno, así, como si no quiere la cosa un día, cual paloma santa llegó la mítica “blanca», la hoja que nos liberaba del tema y cerraba un capítulo que recuerdo con nostalgia.
Ahora, cuando regreso a casa, a la capital del imperio vuelvo de vez en cuando a ver los muros de la patria mía tan descascarillados, abandonados de grietas que ventilan a un grupo de okupas que forman en el piso de oficiales mientras yonkis de ojos alucinados se pinchan en garitas y salen a la luz como zombis desde la oscuridad de la autovigilancia.
Me asomo entonces al patio ya desierto y preparado para construir adosados, cuando se acabe una crisis eterna, y fotografío el espacio donde brotes verdes que, como lechugas salvajes, se asoman del pavimento. Me fijo atento a los barracones que no están mientras cerrando los ojos escucho con nitidez exacta los himnos que se quedan en mi memoria:
Caballero español, centauro legendario, jinete valeroso y temerario…
Descrita a la perfección la llegada al cuartel.
Por lo que veo, te libraste del C.I.R.
A nosotros nos recibieron en el campamento, allá en la serranía cordobesa de Obejo, C.I.R. núm. 5. Después en los cuarteles de destino.
Todavía existía «la verde». Fuimos el último reemplazo que está dotado de esa cartilla militar, el de 1969, que éramos los nacidos en 1948.
También recuerdo con nostalgia y también era respetado por los demás soldados, pues llevaba a cuestas dos prórrogas, al incorporarme en el 1er. llamamiento de 1971.
Fue, además de un error, una ayuda inmerecida a la izquierda, la supresión del servicio militar obligatorio, exigido por comunistas, socialistas y demás grupos de izquierda y antisistemas.