Era un junio reciente. Todavía sin oleadas de calor. Se celebraba el Jubileo de la Reina mientras los Rolling aterrizan en Madrid al tiempo que yo despegaba hacia Escocia. Hacía dos años que no volaba, desde los inventos del confinamiento. Me quité la mascarilla al salir del metro y no me la volví a poner hasta que subí al avión de vuelta para España diez días después. Fue un viaje largo, desde Edimburgo hasta Dundee recorriendo intensamente los pueblos de alrededor con especial relevancia a St Andrews, plató de «Carros de fuego», sede del golf escocés y universidad de élite que acoge a los nuevos herederos británicos.
Pandora me estaba esperando en el aeropuerto. La vi bien, dadas las circunstancias. La amistad profunda da una visión homogénea que burla tiempos y espacios, por lo que los cambios no se aprecian. El cariño, tan nutrido de experiencias, hace una coraza propia e incompartible que hace obviar los pasos del fantasma del tiempo y sus devastaciones. Nosotros seguimos siendo los mismos desde Dublín. E incluso desde otras vidas, que son más recordadas por ella. La ventaja de Pandora es que, al obviar la trascendencia futura, piensa desde un pasado inmanente, eterno y remoto en el cual me incluye. Yo no tengo esa suerte, pero me siento honrado. Me acomodo a sus revelaciones, las hago mías, las convierto en buenas historias y lo aderezo de eternoretornismo.
Con esa forja de paganismo racional y sofisticado nos hemos hecho un imaginario propio y habitable. Pandora nos creó así un pasado, como yo me creo una novela. Ambos sirven perfectamente como fundamento de realidad del presente absoluto, lo que llaman ahora los «mitos fundantes». Y es que, una unión sin esos mitos, no dura nada. Porque los mitos no son mentiras, hay que aclararlo ya, son una forma para explicar una verdad que de otra forma no se entiende. La «verdad» en bruto, por muy cierta que sea, no transmite si no se la trabaja. Por ejemplo, Pandora tiene los apellidos del esclavista escocés que se hizo con las plantaciones de Jamaica. Y ese estigma, por cierto que sea, no es agradable. Y asumir esa verdad, te rompe.
No lo lleva mal, todo hay que decirlo. Desde luego mejor que lo llevaría yo sí tuviera que oír mi apellido con la inevitable constancia de que todos mis antepasados… son esclavos. Nosotros, que hacemos encajes de bolillos pretendiendo que somos hijos «de algo» con nuestros escuditos, palmas de oro, castillos forjados y princesas rubitas. Claro, no se puede ver la realidad sabiendo que vienes de castillos encantados o de cadenas ensangrentadas.
Pero eso no nos importa. Cosas de la vida. Nuestro mito fundante se basa en una Unión, afecto, imaginación y algo de silencio en determinados temas. Porque nos conocemos muy bien para saber cultivar conversaciones y sembrar los silencios. No he tenido muchas uniones así. En mi entorno natural todos vivimos de ideas heredadas que compartimos. La amistad puede hacer discutirlas, debatir las, pero si no hay tal cosa – y no las suele haber – terminas rodeado de «camaradas», lo cual es lo más aburrido del mundo, pues sólo sirven para las trincheras.
Ir a tierra extraña, se me hace siempre un viaje al mito, fuertemente construido y fielmente cultivado en todos sus aspectos que me hace entender cosas que en los terruños propios ni te lo planteas.
En aquel Jubileo, se mostró un mito de plasma con la imagen de la Reina hablando con un oso tomando el té. Elizabeth no llevaba corona y el Teddy virtual tenía acento de Bristol. Se unían así a las 5 O’clock dándonos una imagen graciosa y despreocupada. Ni Pandora ni yo somos monárquicos, en algo tenemos que coincidir. Sonreímos y brindamos con ellos, bajo la lluvia tranquila de un día de oasis entre semana.
Este mes será un antes y un después para Pandora. Octubre llega bravío y con sentencias. Se aceptarán como vengan, pues las uniones son eternas y nosotros no pedimos explicaciones al destino. Con luchar contra él, vale.