Sábado Santo en España, día sin Dios en un cosmos donde el Altísimo en nuestro Pueblo lleva décadas sin aparecer. Día, aunque nublado, que se vuelve cada vez más simbólico para apreciar una Realidad mayúscula que rasga el disimulo acordado nacional.
Jornada en que se confunden las siluetas de los Judas en cada árbol; donde las guerras genocidas que fuerza el bucle de un Pueblo Elegido que va conquistando su Canaán, olvidando que, bajo la muerte de su Mesías, hemos entrado en otra Alianza dejando miles de muertos que aparecen a pie de página —si es que aparecen— en los telediarios. Día de Agendas 2030, viento en popa, que hay prisa; y días, en fin, en que nuestros obispos imitan a Judas, demandando una cruz en la declaración de la renta que hace mofa a la Cruz de la Redención.
El Sábado Santo es la fiesta por excelencia de una Semana en que la afluencia de cofrades en las calles va inversamente proporcional a los oficios en los templos. Se cambia el folclore por el Espíritu, mientras los curas ortodoxos están exiliados por pueblos, y en las capitales lucen sus joyas, bamboleos, anillos con dedos resbaladizos los aspirantes a Príncipes de una Iglesia destrozada y corrupta.
Sábado Santo así “resignificado” —qué bonito palabro— a la conveniencia de almas prematuramente viejas, resabidas, muertas, con ese hueco infame que provoca la ausencia de fe.
No nos extraña, lo hemos visto venir desde antes de la mitad del siglo pasado. El catolicismo en España murió con sus mártires, que a buen seguro estarán esperando, pacientes y tristes, la llegada de generaciones que apenas conciben lo que les espera. Porque el Sábado Santo es el día, con diferencia, en que más habrá que rezar, siquiera porque las noches más oscuras son donde empieza la Esperanza en la Vigilia Pascual.