El trozo de pan ya está frito. Raudo, le salvo del aceite mínimo y me acuerdo de mi tía Feli. Se supone que este sacrificio del trozo de pan sirve para algo: mejorar el sabor, que no sepa a crudo… la verdad, no sé realmente. Pero yo lo hago siempre, más que por utilidad, por homenaje a la Feli, que lo hacía siempre.
Es la señal, en todo caso para comenzar el rito. El aceite de oliva virgen ya ha seducido a la porción de mantequilla, indicando el tiempo de ir añadiendo la harina. La cuchara va ofreciendo cantidades a tostar, en orden constante, hasta dar la vez al bautizo de leche. Aquí está la clave, el momento donde tantas salsas se han perdido, destrozando la paciencia de víctimas que no dieron con el toque, provocando frustraciones y disputas de pareja. Y es que la salsa bechamel tiene su historia y su tacto genuino, tal que cada uno la hace de una manera y no es sencillo alcanzar la virtud.
La cuchara entonces se hace palo entrando el movimiento en danza con ritmo circular para que, bailando con la masa, consiga despegarla de la plancha letales de la sartén. Sólo en esa danza, Eternoretornista en espiral trascendente, se va produciendo la liberación, que llevará al conjunto a descansar libre en blanquísima fuente que espera que repose para dejarla enfriar.
A su lado, observan un ejército de huevos multiplicados. Cocidos y divididos en tres partes, les he pulido muy sutilmente los extremos para que se puedan rebozar mejor. Llega pues la anhelada comunión primera de salsa y huevo, cubriendo cada tercio con una bolita de bechamel ya fría. El pan, eterno protagonista de la vida y la cocina, acude rallado para rubricar la obra. Es la firma total que moldea el conjunto, culminando a cada pieza en espera de otro baño de huevos batidos que, fuera de la elite cocida, despliegan sus caricias sobre cada porción que será rebozada de nuevo con nueva capa de pan infinito.
Y llega el momento de la verdad. Desde el abismo de una bañera de aceite voluptuoso gime un chisporroteo in crescendo espera recibir a cada huevo.
El plato es el que más éxito tiene en Navidad…y en cualquier época. Lo llevo al salón en fuentes de docenas colocándolo entre un buey y un centollo que no pueden evitar tener un gesto de superioridad. Chulería de mar aristocrático que se les va pasando al ver vaciarse el plato de huevos con bechamel a velocidad de vértigo, mientras las bocas de los crustáceos siguen, amenazantes en la mesa. Es lo que hay, yo ya he comido tres y siempre brindo por la Feli y por ese trozo de pan tostado en aceite que, indicando el comienzo de la ceremonia del proceso, todavía no sé para qué sirve.
Sirve para eso que tan bien has descrito, Almirante; para que no sepa a crudo el aceite frito, para que absorba esa acidez del aceite y no pase a la fritura.
Excelente plato, vive Dios.
Qué bonito lo cuentas. Y qué sorpresa me he llevado al leer tu artículo de hoy. Es uno de mis platos favoritos. No sé de nadie que los haga. Lo aprendí de mi madre, y ¡me encantan!
Da gusto leer esta receta tan sencilla pero que requiere un arte especial.Los hacia mi madre y también freía pan para quitarle el sabor a crudo al aceite.!!Vivan los huevos con bechamel!