…las monjas visten mandiles y me acuerdo de una canción de Carlos Cano. Sólo la madre superiora es española. El resto son hindúes y su dulzura de acento entrecortado pregunta si hemos comido bien. Se lo confirmamos con sonrisas duplicadas mientras brindamos con la cerveza local que acompaña la comida. Es el menú más popular de la ciudad: dos platos caseros, pan, café, postre y bebida. El sol entra por los ventanales iluminando familias locales. Hacía tiempo que no veía tantas y tan numerosas. Hablan con un ligero acento andaluz, casi imperceptible, mientras los niños juegan con exquisitas maneras. La educación preside una sala donde una Inmaculada sonríe hilvanando un hogar de comedores. Terminamos el postre y afuera los claustros reflejan una mística de la limpieza, con pequeños Cristos engalanados de faldones bordados que subliman la maternidad espiritual de las monjitas. La Cruz de Santiago nos ha dado la bienvenida esta mañana, entre callejones monasteriales de silencio propio, que se prolongará en mi celda donde el eco del Fiat Voluntas Tua comienza a entender el viaje.
Madrugamos mucho para evitar el turismo e ir en cuesta a la Abadía, reverso de una Alhambra repleta de visitantes en cola que, en esta ocasión, no vemos. El viaje es otro, a la Granada Cristiana, que se publicita poco, o nada. Nos lo confirma la llegada a un edificio sin terminar y sin más personal que ciclistas esforzados, dejado en un terreno inmenso que debería estar edificado de Cristiandad. Hermana triste y menor de una ciudad en primera línea de combate. Entre esos dos edificios colosales se cierra un Extremo duro, rúbrica de un Imperio hecho a sí mismo que, en crisis actual, acoge las pesadillas de sus súbditos que, en sus divanes psicológicos, anhelan el suicidio.
Caminamos en la mañana hacia un Paraíso curvo entre saraos de cultura romaní, rumores de tablaos de fusiones pentatónicas y desgarro flamenco. El Sacromonte resume un pueblo complejo en su escalada, paseando a la vera del Darro que comienza entre palacios y casas señoriales que guía un Gran Capitán en descanso renacentista. Más allá se descubren miradores hasta caer, casi resbalando, a una mezquita encargada en Emiratos. Pero seguimos, ignorando el crimen y mercaderes, hacia un cielo azul purísima de Fiesta Inmaculada. Nos reciben en la iglesia Vírgenes del sur que, a los ojos de un contrarreformista acostumbrado a las diosas duras de barroco castellano, le hubieran parecido meras muñecas entrañables. Sin embargo aquella mañana la visión cambió muy temprano. Mi dogma estético, fue arrancado por una Señora de la Victoria. Fue en la otra parte de la ciudad, en un templo dominico donde, tras inundarme en agua bendita para aclararme el mirar, unos ojos de Dolorosa me dieron una embestida a las neuronas. Me acerqué, guardé la cámara sin disparar una sola foto y mis rodillas me pusieron en mi sitio. Pensé mucho en eso, todo el día, todos los días, hasta que tuve que comentarlo a Fray Leopoldo que, en sonrisa juguetona, me reía la ignorancia dándome una palmadita en el hombro, o colleja, desde las alturas.
Pero el deslumbramiento católico no hizo más que empezar. Nos esperaba una sorpresa tardía en el epílogo de la iniciación, entre unos claustros afrutados. San Jerónimo, monasterio primero consagrado a la Inmaculada Concepción, albergaba en su centro la iglesia más infinita que abarcó mi atención después de San Pedro, allá en la ciudad eterna. Digo «infinito» por la impresión que, tras recorrer los arcos isabelinos me guió la mente al irme acercando a cámara lenta hacia un retablo sin luz. Si el genio del catolicismo es representar formalmente la trascendencia, ahí se consiguió con creces.
Así, entre otras maravillas, salimos al mundo con las pupilas dilatadas para ver la realidad en todas las dimensiones. Al final todo termina en un domingo por la noche fin de puente y preludio de Navidad. Resuenan la algarabía de más familias en la soledad iluminada para volver a los callejones santos de Santiago. Esa noche dormí bien desde hace años. Al amanecer los pequeños ángeles con mandiles entonaban las «mañanitas» a la Señora. Encargamos dulces de naranja y chocolate mientras prometemos volver ante la bendición de las sonrisas de hermanas que preguntaban si habíamos sido felices.