Ayer, tras las tormentas, hubo una boda en Sol. Enfocaba yo al Tío Pepe cuando, sin avisar, aparecieron dos jóvenes enamorados entre las calles inundando de alegría un Madrid con charcos. La joven pareja se reflejaba en selfies dando la buena nueva, declarándose felicidad y piropos, desglosando sus virtudes entre palmadas, abrazos y carantoñas. La noticia acercaba invitados espontáneos que saludaban dando laudes y enhorabuenas, muchos aplaudían y alguno emocionado derramaba lagrimillas de cocodrilo urbano prolongando las lluvias caídas recientemente.

Se ven bodas en las calles, cada vez más, bodas informales, ´casual´, sin chaqué y con preaviso en último minuto. Matrimonios callejeros que exhiben una felicidad a media tarde, fouri mure, libertario y cachondo. Esto de las bodas se ha vuelto a poner de moda desde que los tradicionales que vienen del catolicismo desarrollista están más preocupados en el express del divorcio y la anulación celeste. El matrimonio del posmodernismo laico se hace potente desde dos grandes vértices: el interés y el deseo. Ambas armas sucedáneas de aquel vocablo ya muerto hace décadas llamado amor. Palabra desgarrada por el uso y, que al fin y al cabo nadie acertó a definirla, mayormente porque nadie en el fondo sabía lo que era. Por el amor así concebido, recalentado y malentendido se destrozaron todos los matrimonios, dejando a la terna del interés y el deseo tomar las riendas de la sentimentalidad.

Realmente no es que este dueto sea la panacea, seguramente el matrimonio que ambos forman duran lo mismo, es decir, poco. Pero la llave del sacro interés siempre ha sido la clave para sostener ese hastío de lo cotidiano. Claro, una cosa es la efervescencia de la emoción y el estreno y otra el aguante ´full time´ de la parienta. Y es que cuando se acaba el estreno y la ilusión de la felicidad saturday-night… quedan los domingos por la tarde, esos atroces monumentos del Compartir, cuando el discurso genial se nos acaba y todos somos frases hechas, manías, refranes y fútbol de championship. Ya lo dijo Marx: ‘la mayor causa de divorcio es el matrimonio’, ese homenaje al palabro horrible de la mitificada «convivencia» que a su vez rima con «compartir», que se desarrolla en gananciales y termina a leches.

Pero los chicos de Sol están en otra cosa, me pareció ayer. Tenían cara de listos, cada uno en su rol de género y no había tanta efusión carnal como se ve en tantas otras parejas, especialmente las del deseo simétrico, con ese espectáculo patético de morreos exagerados – primera señal de que la unión va a durar poco – No, aquí había sino de una estética de manitas y guiños cómplices, apenas algún piquito que nos daba la impresión de que la cosa podía funcionar. El Interés, repetimos, es la mayor cúspide del amor moderno, siempre lo fue, la verdad. No hay más que ver el Matrimonio que corona el Estado. Ahí no hubo ni amor ni deseo, y funcionó como la seda hasta que la chochez y los dichosos elefantes vinieron a aguar la fiesta. Porque rubias malas siempre hay, pero no tienen fuerza para romper una unión – las morenas sí, todo hay que decirlo, ‘como te digo una co te digo la o’.

En fin, que terminé la foto al Tío Pepe de padrinazgo que bendecía a los jóvenes enamorados mientras caminaba por Alcalá tatareando el chotis ‘si te casas en Madrid’.

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