Una pregunta, veo que no pones ningún punto y coma en el manuscrito, ¿es una decisión propia por alguna razón especial?

Me sorprende, no lo esperaba. Tras los emails y las conversaciones virtuales y cara a cara, no había pensado en ese aspecto. Me recuesto en el sillón pensando qué decir.

Hoy estamos los dos en la misma parte del tablero, compartiendo trono en el sillón amplísimo de la cafetería. Dos chocolates negros presiden la mesa, escoltando al sobre de plástico que, en lienzo trasparente, custodia mi novela. Es el chocolate más negro que he visto nunca. La carta del Van Gogh lo tiene calificado como especial, aparte. Lo he pedido mientras esperaba a que llegase el maestro. Llegué con mucha antelación, y en la barra tomé un cortado mientras observaba el sitio propicio para sentarnos. Es éste un local amplio de pasadizos, reservados y rincones, recuerdo de antiguas conspiraciones. Por fin, elegí la mesa que, estando en la penumbra de las confidencias permite ver la puerta de entrada y allí, pedí el chocolate.

Qué estás tomando, me dijo, tras los abrazos bienvenidos, lo mismo para mí.

Las dos columnas del chocolate amparan mi novela sin puntos y comas. La miro de soslayo, entre una vela apagada y ya me parece un texto incompleto, con esa tara ortográfica inadvertida, sietemesina, frágil, desvalida sin la herradura del signo. Intento dar un sorbo al chocolate pero es tan pesado que no cae, o cae pero no lo noto, inmerso en la pregunta. El camarero se acerca y enciende la vela, para verlo mejor, y me fijo en las reproducciones de los cuadros del loco pelirrojo que nos recibe. Es un lugar muy interesante para quedar. Siempre quedamos en el Gijón, donde nos ponemos frente a frente y nos duplicamos entre espejos y fantasmas hablando de letras. Pero aquí estamos más cómodos, en este museo animado en víspera de fiesta, en los apartados donde alguna mirada curiosa nos observa. Bueno, le observa a él, que es el famoso. De hecho acaba de llegar de la tele y trae consigo la mística maquillada del plató que acompaña un áurea de audiencia.

Yo he venido a hablar de mi libro, claro, pero la conversación sabemos que nos va a desbordar, como siempre. El inicio fue brillante: el sutil Eternoretornismo manifestado en la reflexión de padres que se van convirtiendo en nuestros hijos. Conviene empezar así una charla con la crema de la intelectualidad, soltando una idea filosófica, así como quien no quiere la cosa, para encauzar una tertulia desde la plaza de los grandes conceptos dejando que el toro de la confianza elija su querencia natural. Funcionó. De la porta gayola a Nietzsche y San Agustín, al oficio de la teología y, por supuesto, al reino de las letras donde reside, esperándonos como siempre… el 98. Otro Eterno, esta vez referente del que nos sale Baroja y Unamuno como representación. Damos sorbos al chocolate de turrón inmenso, cual vino de Toro aquel que servía con cubiertos y platillo, allá en el primer siglo XX.

La novela en España ha de ser corta, coincidimos. «La novela ni rosa ni rusa» decía D’ors. En eso la mía va bien, justa medida. Pero los dos sabemos que tiene una terna de problemas terminales: es intimista, hiriente y profunda. En una palabra: invendible. Ya lo suponía. Pero sin embargo es lo del punto y coma lo que no esperaba y me cambia el tercio de la plática. Entonces me incorporo del sofá y comienzo a confesarme: mira es que no he puesto un punto y coma desde que dejé el colegio. Era segundo de BUP, lengua, clase de tarde entre análisis de oraciones y gramática. Mi respuesta le sorprende y dilata las pupilas tras las gafas. Se incorpora urgente y saca un boli, busca retazos de papel en su cartera y escribe. Conozco bien la letra por los autógrafos, pero ésta es una letra sin dedicatoria, formal para dictar una lección magistral. El profesor piensa mirando el cuadro de los girasoles y escribe ejemplos en el cacho de papel, haciendo un encerado didáctico y del museo Van Gogh, una escuela de pueblo. Toma, quédate la hoja, así te acuerdas.

La recojo en mi cartera con devoción, salvoconducto a la lengua y me sigo confesando: es que yo escribo de oído, y el punto y coma no sé cómo suena, por tanto, no me aporta nada. La honestidad brutal, lejos de sorprender, le convence. Nos unimos por la música de las palabras. Mi novela suena bien, Verdiana o Wagneriana o de tambores tremendistas, pero de una forma tal que ningún punto y coma va a variar, es cuestión de estética y canon pues. Coincidimos. Nos relajamos en el acuerdo, recostándonos de nuevo ante los chocolates, anhelando entonces dos sillas para estirar las piernas ante el museo en penumbra que ya cae. Dejamos el tema editorial, para evitar que se nos atragante el manjar,  y comenzamos a hablar de Dios, suicidio y pubs para aliviar el tema. Así entre pintas, los jesuitas y el islam terminamos hablando de mujeres, claro, porque las amistades macho siempre llegan ahí, sean sacerdotisas, fatales o diáconas.

La tarde se acelera, empezó hace ya tres horas y va dejando que el chocolate se deshaga crepuscular y las velas crezcan antorchas mientras van haciéndose con el ambiente. Vaya, ahora que estamos místicos me tengo que ir a cenar, llego tarde, pero bueno, siempre llego tarde.

Fuera, el arco del triunfo nos espera, recordando una victoria de azules crepusculares. Nos abrazos. Le veo descender en el metro y yo avanzo hacia Princesa. En mi mochila llevo mi novela y en el bolsillo derecho el manual del punto y coma. Ambos pesos me enderezan mientras la conversación hace la digestión junto con el chocolate, coagulando mi mente en metáforas gloriosas.

1 thought on “VERMÚ DE CHOCOLATE EN PUNTO Y COMA

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