Me dice Avi que este finde tienen la cena de Navidad y que luego se van de juerga.
Parece que un prohombre se acercará desde la matriz del imperio, improvisará un discurso y les felicitará por un año difícil, otro, concluyendo que, al fin y al cabo en la vida, lo importante es ser buena persona. Todos asentirán con sonrisa simétrica, brindarán e incluso habrá un esbozo de aplauso con un punto de emoción. Tras esta entrañable ceremonia se irán todos a tomar cañas y copas. Todo esto lo sabemos ya porque parece que el patrón no ha cambiado desde hace unos años.
Yo no recuerdo ninguna cena de estas en España. Me suena algo confuso de hace siglos en mi memoria preconciliar, pero no sería muy allá para retenerlo en el disco duro. Sin embargo, eso sí, recuerdo todas y cada una de las 10 Xmas party que gocé en mi exilio dorado una noche como hoy.
Los emails comenzaban en agosto aconsejando que fuésemos planchando el «black tie«. Cada mes había un recordatorio y nos iban dando pistas del tema central de la noche y una lista de menús con varias opciones que debíamos elegir a golpe de click. Al llegar Diciembre los emails se aceleraban hasta el delirio y, justamente dos días después de la ceremonia del «amigo invisible» en la oficina – ese rito con que te enemistas con todos los compis hasta que descubres al cabrón que te ha regalado la corbata de 20 Sterling Pounds – entonces, digo celebrábamos la famosa Xmas Party.
El día de marras íbamos a trabajar unas dos horas hasta que venía el taxi. Cogíamos las maletas con el chaqué y todos al aeropuerto con los tickets de Ryanair facturados on-line para no perder tiempo e invadir el pub de la T2 entre el pasillo imponente de escritores irlandeses a tomar las primeras Guinness. El pub estaba ya abarrotado de entusiastas irish esperando el avión para Canary Islands o sitios así.
Apurábamos con velocidad la segunda pinta cuando la voz metálica de los avisos decía nuestros nombres con genio y nos lanzábamos a la Gate de turno para despegar. El viaje a Bristol duraba poco, estaba siempre lleno, yo leía mientras los compis de IT pedían drinks para pasar el susto de las inevitables corrientes de aire entre las islas. Al llegar a la isla vecina subíamos en dos taxis reservados hasta el sagrado centro de Queen Square para decir «Hi» a los que estaban currando e irnos al hotel a ponernos de etiqueta.
La cita era sobre las 7 en el centro pero yo me escapaba antes a dar una vuelta por los cobblestones de King Street a saludar a los viejos camaradas del «Navy Volunteer» y «Old Duke«, pubs anglos donde descubrí la mejor literatura destilada de la isla.
Mi última Xmas party versaba el tema de Narnia y al llegar a la imponente sala cercana a Temple Meads, pasábamos por un túnel oscuro cuya puerta de armario nos transportaba al salón con todas las mesas dispuestas. Todo el establishment empresarial nos saludábamos con efusión artificial, exagerada, teatral. Las dos compañías se unían en party bajo la atenta mirada de los americanos, los reyes-reales del mambo.
Estas party venían geniales para obsesos del poder que buscan promocionarse o para tímidos acomplejados que esperan tomarse pintas para lanzarse a ligar con la secretaria de turno. Yo evitaba esas tipologías porque soy muy mío y tenía diferentes «expectations«. Se cenaba con vinos del nuevo mundo y a los postres se brindaba con whiskys del viejo entre actuación y actuación.
Las horas pasaban factura en su euforia y los primeros mártires eran los comerciales, que siempre coqueteaban con el delirium tremens al final. Durante años temimos por la vida de Higgins, cuando a altas horas de la madrugada se volvía amarillo, inmóvil y éramos incapaces de despertarlo. Al principio impresionaba, sobre todo a las niñas extranjeras del CS pero luego ya te acostumbrabas. Le dejábamos en la silla como una momia y nos íbamos a la pista de baile. Tras unos días aparecía por la oficina como un pincel sonrosado.
Tras dos canciones las chicas se quitaban los zapatos y danzaban tipo zulú con movimientos asimétricos. La fiesta se dividía entre la barra y la pista llegando a su cima.
Tras varias horas de movimiento y cocktails habría que irse y los supervivientes corríamos al hotel entre la inevitable lluvia nocturna. Como el bar ya estaba cerrado subíamos a las habitaciones y, tras desvalijar el mueble bar, bajábamos llenos de botellitas para seguir la fiesta. Para entonces la situación ya estaba marcada, tanto para los que iban a los negocios como para los seductores. Eran las horas donde el amanecer rabioso se intuía por el «Suspension bridge. Ese momento desde luego no era el final de la fiesta, sino el punto clave de tantas inflexiones.
Durante los días siguientes se producía «the silence that speaks volumes«, es decir, el gossip, el cotilleo, el murmullo del «did you know what?!». Silencio sepulcral interrumpido el día antes de vacaciones por este servidor cuando mandaba un bonito email a toda la empresa con «Hi there, please find attached the party pictures. Enjoy it!».
Very well, Admiral, very very well.