Se cae Madrid y empieza por mi barrio. Sucedió hace unos días, en una demolición controlada en Lagasca, esquina Goya, Barriada Salamanca, ese mito Madriles de balcones elegantes, marqueses desheredados y farolas inglesas. Entre Serrano y Velázquez, nido idealizado donde se cobija una parte del estribillo “en Madrid no se habla de otra cosa”, o sea, de aquellos cantores convencidos de ser la encarnación Madriles.
Agonizaban las grietas, ensayo general del eterno retorno, esperando el momento. Veíamos desde lo alto a una parte del vecindario desalojar la manzana para unirse a mendigos artistas; los inquilinos de La Posada de las Ánimas se encerraban a cal y canto haciendo purgatorio chic prolongando condenas on the rocks. Nosotros lo vivimos en palacio, apenas a pasos de la tragedia. Esperábamos impacientes el temblor junto al fuego leyendo poemas y libros santos, brindando entre versos y versículos, imaginando estar a bordo del Titanic o en el búnker de El Hundimiento. Noveleros y tremendistas, sacamos de la cocina uvas de finale de época, abrimos champán y escuchamos a lo lejos campanas y trompetas de la Concepción y sus ángeles. La música de las letras y de los timbales se iba mezclado así entre las ondas de este Apocalipsis de Adviento. A la primera uva escuchamos el caos de piedra rimar con el sonido de los helicópteros de la mañana, de cada mañana.
Madrid así, suena a sinfonía wagneriana en un chotis roto y Vietnamita, amagando un pretérito imperfecto, futuro inevitable. Pasaron segundos, desde el balcón vimos emocionados al otoño chamuscado de hojas revolotear mutiladas y sucias en el pavimento. Asombrados ante la revelación de la Natura, cerramos los ventanales para buscarnos entre las sábanas, ya llenas de pasión, concluyendo que, entre el amor y la victoria nos vigila una Nada demolida. Fue entonces cuando nos abrazamos intensos, buscándonos ávidos entre susurros para confirmar que estábamos viviendo todavía.