Se acabó la semana y todo el ruedo ibérico se nos juntó en viernes, prólogo del finde, víspera de Navidad, preludio del caos, en cualquier caso. El Poder judicial se hizo presente eructando noticias para finalizar, valentón, el año. Y lo hace en tres movimientos, of course, en ese vals que define una dialéctica interior. Así mientras en las islas se discrepaba por la probable suavidad de una sentencia a gusto para infantas de naranja y de limón, en la capital se absolvían blasfemias con coartada de una paz intimidada para que, finalmente, en Cataluña se escenificara una vez más la negociada imputación cabaretera con alfombra roja de diva Forcadell.
Tres movimientos tres, en una danza de envilecimiento máximo. Desde hacer la cama a una corrupción muy cercana a la jefatura del Estado capitaneada por golfos con transfusión de sangre azul, hacia una vía libre que da pie a los quemaconventos, para seguir brindando con cavas al sol del invento de la patria catalana. En fin, otra vuelta de tuerca – o tuerka – a ese sarcófago llamado Estado español donde los gusanos se debaten en comer lo que queda del cadáver de España, esa palabra tabú que no cabe en Estado alguno por ser ya un ente más espiritual que otra cosa.
Todo tejido por el sacro Poder judicial. Gran mito que nace a su vez del otro gran mito de la Separación de Poderes, que hace un trabajo implacable en su mediocridad. Poder que, no se preocupen, es especialista en absolverse a sí mismo. Y de nuevo lo hará en tres fases: ayer se excusaban porque venían de una dictadura, después se comprendían porque no tenían medios, y mañana, ay ese mañana que irremediablemente llegará, porque reconocerán, tarde y mal y sin rubor, que, al fin y al cabo, sólo obedecían órdenes.
EN «EL ESPAÑOL»
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