La tarde que llegué al café Gijón, por vez primera, era de un color parecido a la de ayer. Me había recogido en el aeropuerto un amor inédito y perturbador y, conocedora de mis fetiches, me llevó directamente de Barajas a Recoletos entre la nieve para duplicarnos la vida en los espejos haciendo manitas en sofás rojos. Crucé entonces esa puerta con la reverencia con la que siempre entré en mis templos laicos que son, mayormente – la lista sigue abierta –“La Venencia” en los Madriles, “El Penicilino” en la capital del Imperio, “John Mulligan’s” en la isla mágica, “The Highbury vaults” en St Michael’s Hill y “La Sorbona” en el corazón de la Meseta. Son todos estos lugares, centros iniciáticos donde he pulido en letras habladas y escritas gran parte de mi biografía mientras aprendía a ver el mundo.
El día de ayer, decía, volví a pasar la frontera convocado por la última tertulia del año que preside Don Amando. A mi derecha, como acto reflejo, saludé a Umbral y ojeé el sacro espacio invisible del cerillero para comenzar el paseíllo, muy despacio, creciéndome reflejado en los espejos y terminar saludando a mano alzada, brindis al sol, al grupo de sabios congregados.
Creo que tocaba hablar del Tiempo, o algo así, cosa que intuyo desde mi posición esquinada que impide recibir en su plenitud el magisterio de los congregados. Me acomodo justo enfrente de Fernán Gómez y Rabal que, desde su altura inmortal, presiden divertidos el caos del grupo. Como yo siempre me he entendido mejor con los ausentes que con los presentes, dejo enseguida de hacer esfuerzo para seguir la tertulia, codificando, en sonata de murmullos, fotos e imaginación, la apasionante discusión que se manufactura en la mesa.
Mi cámara navega entonces entre las figuras debatientes y a veces nos llegan, naufragas, palabras gigantes como reloj, Inglaterra, Greenwich, Roma… y vocablos así. Enfoco al maestro de ceremonias gesticular, puro nervio, apoyado a su flanco izquierdo por una sonrisa que teclea nerviosa en el ordenador para que no se pierda nada – niña notaria divertida entre barojas – y por mi querido Capitán, a su derecha, que mantiene un gesto de la inteligencia escéptica valga la redundancia.
Inmortalizo la romería barojiana y tremendista posando a lo Unamuno hasta que, de repente, el debate se centra a este lateral donde, la otra mujer del grupo, acepta la palabra. Dejo la cámara en la mesa mientras se aclara la garganta y sonrojarse para explicar, por fin, que el tiempo donde realmente se entiende es desde la poesía. Se le iluminan entonces los ojos a Paco Rabal observando a esta dulce Viridiana ruborizarse entre tíos con barba, para dar una clase magistral desde Machado a José Hierro viajándonos desde la infancia, ese paraíso perdido, al otro espacio más allá de Orión para descansar, muy cerca de la puerta de Tannhäuser, rubricando que el Tiempo no son más que momentos perdidos como lágrimas en la lluvia.
Rabal y este menda asentimos y el discurso me reconcilia con la tertulia, tal es así que decido comer un dulce que han traído el personal viajero. Todavía estoy reflexionando sobre el tiempo poético cuando, desde mi derecha aparece una mano afable de un Quijote que apura un coñac, para enseñarme el tiempo en forma de calendario zaragozano y una boina. Me incorporo al espejo para verme coronado encontrándome a mí mismo ya inmortal entre espejos. Es entonces cuando Fernán Gómez me guiña un ojo, Balarrasa, al lado de un querido Bandarra de Valencia que dice hola desde la esquina.
Se acaba el tiempo, como no podía ser de otra manera, y entre adioses de Feliz Navidad prematura nos despedimos hasta… siempre, que es la mejor forma de medir la esperanza de amistades y horas.
Gracias.