Fue el cumple de Baudelaire el pasado domingo. Me lo recordó mi compadre Artero en su Paseata. Era domingo y de Ramos. El espíritu del poeta y filósofo, me bendecía sin saberlo en su onomástica, desde un permanente texto en la mesilla, justo al lado del Rosario. Entre las flores del mal y las cuentas de la Gracia, se coloca Charles cada noche a mi vera. Se dirá que hay un contraste, pues estos malditos tienen fama nihilista e irreverente. No lo veo así. Yo pongo velas a Baudelaire con la misma fe que a Pasolini, Nietzsche, Valle, Umbral, Wilde, y todo bajo la mirada aprobatoria de San Pablo y Agustín. La corte de los malditos está bajo la Gracia y sobre el resto de la especie maldecida. Justo en el intervalo que separa la vigilia y el sueño de la intuición que lleva a acariciar la Verdad.

Baudelaire es un caso muy próximo y querido. Relato corto, poesía neta – a veces cosida en prosa, otras libre – dandi de falsete, amante negra, láudano, madre sufriente, cabello verde, mirada herida. En fin, se le califica como “poeta’ entre las academias y los que leen de oídas, olvidado como el gran filosofo que es. Su “spleen’ es un tratado de filosofía en cápsulas. Si la filosofía es obsesionarse con la vida y hacer preguntas acertadas ampliando la respuesta, nuestro genio merece un capítulo en la historia de la misma. Filosofia escrita, calo está, sin el tono del canon formal. Como Nietzsche. Filosofía hecha desde el fantasma de la ciudad con la pose de personaje que se coloca con pañuelo de seda ante una nueva realidad. La realidad del paisaje de un mundo que desde su antropocentrismo masturbado cree que “ha matado a Dios”. La Modernidad, en fin, esa lacra histórica, se abre así ante nosotros en un escenario urbano.

Baudelaire, burgués renegado pero con dieta, va a buscar sus efectos: mañana de editorialistas, vermut vividor, siesta de elixires y pensiones, noches de putas viejas y mendigos sin gabán. Nos explica las flores así crecidas, al este del edén entre cementos pero con ojos claros. Y es que la belleza es una posibilidad del carácter descubierta desde una sublimidad sin interrupción. César González Ruano lo explica mejor que yo en su “Baudelaire” aunque, como gran escritor, Don César termina describiéndose tanto a si mismo como al supuesto protagonista. Doble placer, pues.

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