Nos hemos levantado con la noticia del fallecimiento de Don José María Íñigo. Lo he sentido mucho, como se sienten las pérdidas del tiempo, los recuerdos que ya pasan al pasado en forma de capítulos de aniversario y blanco y negro. Porque yo recuerdo siempre a Íñigo en blanco y negro, el color de los sueños inmortales desde una tele aparatosa que vos invadía la madera del salón en metal posmoderno. Y lo recuerdo caricaturizado en icono de bigote con ojos de ironía amable.

Eran los 70 o así, allá en el siglo XX, en tele de domingos. Íñigo estaba a un lado del aparato y veinte millones de españoles al otro. La casa era de color mate Polaroid pero él estaba inmerso entre grises de las ondas. El icono tenía alma en calma, sea en entrevista o entretenimiento cuando su voz articulaba el bigote siempre desprendiendo educación y escuela, esa fusión ya extinta que pertenece a los comunicadores de una época: los que inventaron la tele. Chicos jóvenes que fueron pioneros de ese invento que, naciendo para informar, formar y entretener, se ha convertido en monstruo a partir de malear esa triada hasta deformar, manipular y hastiar. Era la época de Balbines, Chichos y tantos más que en un tele entusiasta manufacturaban la nueva técnica que iría moldeando nuestra realidad.

Le recuerdo haciendo muchos géneros, pero me lo quedo entrevistando a gente rarilla, tipos que hacían proezas bastante absurdas, desde escalar árboles hacia abajo hasta el sujeto que dejó a sin relojes a un país mientras sus habitantes enseñaban la cubertería a la pantalla a ver si por fin se quedaba inservible y todos tan a gusto. Y los entrevistaba con el mayor de los respetos y la máxima importancia, ofreciendo algo que hoy ya se ha perdido: otorgar dignidad al entrevistado y que la ironía y la confidencia con la audiencia se sobreentienda. Toda esta gente tenía clase, me he dicho siempre, para decir sin decir y siempre guardando las formas. Así es, por ejemplo, que Íñigo fuera de los mejores presentadores de ese engendro tan complicado de transmitir como es Eurovisión. Parecía tan bueno como los de la BBC, maestros inigualables en su cinismo sordo.

Sólo le vi una vez cambiar el gesto. Fue en entrevista a un Johnny Weissmuller ya muy enfermo, recibido como un Tarzán que era. Al final el simpar Íñigo le pidió que reprodujera el grito que fue marca de la casa del héroe. El invitado asintió y el grito que pegó el tío nos dejó helados de horror durante semanas. No se puede describir esa mezcla de alarido, rugido histriónico o desvarío de ultratumba. Me quedé tan callado y tan pálido como el bueno de Íñigo, al que creo que se le erizó hasta el bigote. Reaccionó presto y todos le seguimos el aplauso sobrecogidos desde el susto y la pena. Nuestro Tarzán murió poco después y nuestro amigo nos deja hoy.

Gracias, maestro,

José María Íñigo DEP

1 thought on “ÍÑIGO Y EL GRITO DE TARZÁN

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