Lo primero que veo, desde mi sesgada visión fotográfica, es que el encuadre no es de los míos: exceso de aire, piernas cortadas y enfoque a la altura de los ojos. Yo hubiera bajado la cámara hasta un sutil contrapicado, eliminado el aire y perfilando la figura girando un poco a la izquierda. Bueno, es otro punto de vista. Lo miro otra vez y no sé si me molesta más el vacío de un espacio que, en sí es la clave del retrato, o el corte de las piernas por debajo de las rodillas – eso no lo aguanto- . No sé.
Mi contrapicado es gusto personal, claro, muy subjetivo. Me costó más descubrir que estaba más a gusto colocando la cámara 20 centímetros más abajo de la posición natural, que estudiar todos los aspectos técnicos de la máquina. Y cuando lo descubrí después de muchos años, se me abrió el campo de visión.
Estoy viendo el retrato desde la composición, vital para mis fotos, para todo. Considero el equilibrio de un conjunto dado, mucho más que buscar subrayar el objeto principal del mismo. Tanto es así que muchas veces sé que la foto es buena por la armonía que despliega el todo, y no tanto por el protagonista en sí. Puedes sacar la foto de un pato, un hombre, un maniquí, un río… pero la clave de estos elementos no está en ellos mismos sino en el entorno, visible o invisible.
En todo caso, estoy mezclando artes. Yo hablo de fotos y estoy viendo un cuadro, cosa muy distinta. Aunque ese cuadro muestre un retrato, digamos “realista”, palabra que me disgusta por falsa, ya que creo que la imagen, por buena que sea, rara veces desvela la realidad. La imagen, en el mejor de los casos, es el formato más exitoso para reducir lo real pretendiendo que lo plasma. Forma, sí es cierto, exitosa y compartible pero que en el fondo, no es más que la cáscara hueca de un boceto lejanísimo a “lo real”. En todo caso, el arte de la pintura, desde luego, puede acercarse más a lo real que la fotografía, aunque parezca lo contrario. Goya con cuatro rasgos tiene más acceso a la realidad de la Duquesa de Alba, o la familia real que Antonio López con su inflación hiperrealista, por ejemplo. Así mismo en sus “desastres de la guerra” se acerca mucho más a la realidad que cualquier tipo de documental cinematográfico que se hubiera podido hacer en directo. O Dalí, yéndonos a otro extremo, puede hacer entender “lo real” desde su intuición “surreal” más que todos los modernos juntos. En fin, son opiniones personales. En todo caso el retrato más “real” que he visto fue en Roma, en la maravillosa galería Doria Panphili cuando, al cruzar una puerta, me topé con la mirada zorra de Inocencio X. Todavía estoy sobrecogido. Pero llegar a eso supone alcanzar un grado de psicología, vida, sabiduría, maestría, excelencia que sobrepasa el espíritu de lo humano. Por eso Velázquez es Velázquez.
Lo real, en todo caso, lo da más exactamente la palabra, no me cabe duda: al principio fue el verbo, al final será el verbo y entre medias aquí andamos, entre palabras y frases hechas. Nada más.
En todo caso, volvamos al cuadro. Felipe está sentado en una silla, preside una nada y no hay nada en su vestimenta que indique condición de estatus. Mira fijo, las manos sobre las rodillas sin anillos, y piernas mutiladas en una silla que podría ser de ruedas o cartón. Con esto ya se podría pensar algo, conceptual, claro: un rey que no lo parece que preside un reino que no hay desde una mutilación de silla estática cuya incomodidad reside en su posición forzada, de compromiso, vamos. Lo miro de nuevo y lo que menos me importa es la cara o el gesto. Bien pintado, sí, “muy propio” que diría mi tía Felisa. Me voy y dejo a un hombre forzado, atento e inadvertido de lo que el artista, con su encuadre, desvela aunque sea sin querer.